viernes, 12 de julio de 2013

Laclau, E. y Mouffe, C.: Hegemonía y Estrategia Socialista



3- MÁS ALLÁ DE LA POSIBILIDAD DE LOS SOCIAL: ANTAGONISMO Y HEGEMONÍA
Se trata de construir teóricamente el concepto de hegemonía. Este supone un campo teórico dominado por la categoría de articulación. Y ésta supone la posibilidad de especificar separadamente la identidad de los elementos articulados.
Si la articulación es una práctica supone alguna forma de presencia separada de los elementos que la práctica articula o recompone. Los elementos sobre los que operan las prácticas articulatorias fueron inicialmente especificados como fragmentos de una totalidad estructural u orgánica perdida.
El colapso, a partir del SXVII, de la concepción del cosmos como un orden significativo dentro del cual el hombre ocupa un lugar determinado y preciso, y su reemplazo por una concepción del sujeto como auto definido, como una entidad que  mantiene relaciones de exterioridad con el resto del universo da lugar en la generación romántica del Strum und Drang a una búsqueda anhelosa de la unidad perdida, de una nueva síntesis que permita vencer la división. La visión del hombre como expresión de una totalidad integral trata de romper con todos los dualismos. Esta experiencia de disociación era concebida por los románticos como estrictamente ligada a la diferenciación funcional y a la división de la sociedad en clases, a la creciente complejidad de un estado burocrático que asumía las relaciones de exterioridad con las otras esferas de la vida social.
La unidad que puede ser considerada como articulación es una organización contingente, externa a los fragmentos. Otro tipo de unidad puede ser una mediación, en donde tanto los fragmentos como la organización son considerados como momentos necesarios de una totalidad que los  trasciende. Las distancias entre una y otra se han presentado en los discursos filosóficos, más que como una clara divisoria de agua, como una nebulosa zona de ambigüedades.
Esta es la ambigüedad que presenta el pensamiento de Hegel. Su obra constituye el momento más alto del romanticismo alemán y, a la vez, la primera reflexión moderna acerca de la sociedad (posiluminista).  Hegel aparece ubicado en la divisoria de aguas entre dos épocas. En un sentido es el punto más alto del racionalismo: la historia y la sociedad tienen una estructura racional e inteligible. Pero, en un segundo sentido, esta síntesis presenta todas las semillas de su disolución, dado que la racionalidad de la historia sólo ha podido ser afirmada al precio de reintroducir la contradicción en el campo de la razón. Bastará con mostrara que esta operación es imposible, para que el discurso hegeliano comience a presentarse como una serie de transiciones contingentes y no lógicas. Es aquí, precisamente, donde reside la modernidad de Hegel: ninguna identidad es, para él, positiva y cerrada en sí misma, sino que se constituye como transición, relación, diferencia. Se trata de articulaciones. En la tradición marxista, esta zona de ambigüedad se muestra en los usos discursivos contradictorios que han hecho del concepto de dialéctica.
Esta ambigüedad en la dialéctica es la primera que se debe disolver. Hay que considerar a la apertura de lo social como constitutiva, como esencia negativa de lo existente, y a los diversos órdenes sociales como intentos precarios y en última instancia fallidos de domesticar el campo de las diferencias. No puede el orden social ser concebido como un principio subyacente. No existe un espacio suturado que podamos concebir como una sociedad, ya que lo social carecería de esencia.
Una concepción que niegue todo enfoque esencialista de las relaciones sociales debe también afirmar el carácter precario de las identidades y la imposibilidad de fijar el sentido de los elementos en ninguna literalidad última. Esto nos  indica el sentido en que podemos hablar de fragmentación.
Un conjunto de elementos aparecen fragmentados o dispersos sólo desde el punto de vista de un discurso que postule la unidad entre los mismos. Una estructura discursiva no es una entidad meramente cognoscitiva o contemplativa; es una práctica articulatoria que constituye y organiza las relaciones sociales. Las sociedades industriales avanzadas se constituyen en torno a una asimetría fundamental: la existente entre una creciente proliferación de diferencias, por un lado, y por otro, las dificultades que encuentra toda práctica que intenta fijar esas diferencias como momentos de una estructura articulatoria estable.
El concepto de articulación habrá de darnos el punto de partida para elaborar el concepto de hegemonía. La construcción teórica de esta categoría requiere dos pasos: fundar la posibilidad de especificar los elementos que entran en relación articulatoria y determinar la especificidad del momento relacional en que la articulación como tal consiste.
FORMACIÓ SOCIAL Y SOBREDETERRMINACIÓN
La complejidad althusseriana es la inherente a un proceso de sobredeterminación. Este es el concepto clave introducido por Althusser. Los tomó del psicoanálisis y la lingüística.
Para Freud la sobredeterminación es un tipo de fusión muy precisa, que supone formas de reenvío simbólico y una pluralidad de sentidos. Se constituye en el campo del lo simbólico, y carece de toda significación al margen del mismo. Por consiguiente el sentido potencial que tiene la afirmación althusseriana de que no hay nada en lo social que no esté sobredeterminado, es la aserción de que lo social se constituye como orden simbólico. El carácter simbólico de las relaciones sociales implica, que estas carecen de una literalidad última que las reduciría a momentos necesarios de una ley inmanente. No habría pues dos planos, uno de las esencias y otro de las apariencias, dado que no habría la posibilidad de fijar un sentido literal último, frente al cual lo simbólico se constituiría como plano de significación segunda y derivada. La sociedad y los agentes sociales carecerían de esencia, y sus regularidades consistirían tan solo en las formas relativas y precarias de fijación que han acompañado a la instauración de un cierto orden. A partir de este punto, parecería abrirse la posibilidad de elaborar un nuevo concepto de articulación fundado en el carácter sobredeterminado de las relaciones sociales.
Si el concepto de sobredeterminación no pudo producir la  totalidad de sus efectos deconstructivos en el interior de discurso marxista fue porque desde el comienzo se lo intentó hacer compatible con otro momento central del discurso althusseriano, que es, en rigor contradictorio con el primero: la determinación en última instancia por la economía.
Sin embargo para Althusser no hay realidad que no sea sobredeterminada. Pero recae en el vicio que critica: hay un objeto universal abstracto, la economía, que produce efectos concretos, determinación en última instancia, aquí y ahora. Frente a esto, solo puede deducirse que el campo de la sobredeterminación es sumamente limitado: es el campo de la variación contingente frente a la determinación esencial. Es decir, que estamos enfrentados en el mismo dualismo que hemos visto reproducirse desde fines del SXIX en el campo de la discursividad marxista.
La crítica a una línea de pensamiento será la que proveerá de una base distinta para construir el propio concepto de articulación. Esta línea apuntó a la idea de probar la inconsistencia lógica de los lazos necesarios que se postulaban entre los elementos de la totalidad social. Y en mostrar la imposibilidad del objeto sociedad como totalidad racionalmente unificada. La consecuencia fue que la crítica al racionalismo originario se verificó en un campo que aceptaba los supuestos analíticos del racionalismo, a la vez que negaba la posibilidad de una concepción racionalista de lo social. El resultado fue que el concepto de articulación resultaba impensable.
Las críticas al paradigma racionalista althusseriano proponen una concepción de la formación social que especifica ciertos objetos de discurso marxista clásico (relaciones de producción, fuerzas productivas, etc.) y que re conceptualiza la relación entre dichos objetos en términos de asegurar las condiciones de existencia. Intentaremos mostrar: a) que el criterio de especificación de os objetos es ilegítimo; b) que la conceptualización de la relación entre los mismo en términos de asegurar las condiciones de existencia no provee ningún concepto de articulación.
Se está efectuando una doble trasposición discursiva ilegítima. Por un lado se está sosteniendo que ciertos discursos y prácticas institucionales concretas aseguran las condiciones de una entidad abstracta perteneciente a otro orden discursivo; por otro lado, se está usando el objeto especificado en un discurso como nombre (relaciones de producción capitalista) para apuntar a los objetos constituidos por otras prácticas y discursos (los que constituyen al conjunto de las relaciones productivas británicas).
¿Puede considerarse el “asegurar las condiciones de existencia” como una articulación de elementos? Es evidente que no. Asegurar la condición de existencia de algo es llenar un requerimiento lógico de la existencia de un objeto, pero no constituye una relación de existencia entre dos objetos.
Es necesario pasar a un terreno diferente si se quiere pensar la especificidad de la relación de articulación. Si nos movemos tan solo dentro de la alternativa excluyente “relaciones esenciales o identidades no relacionales”, todo análisis social consiste en un espejismo: .en la búsqueda de esos elusivos átomos lógicos que sería irreductibles a toda división ulterior.
Desde el instante en que la crítica al racionalismo althusseriano adoptara la forma de una crítica de las conexiones lógicas que aquel postulara entre los diversos elementos de la totalidad, la situación insatisfactoria estaba predeterminada desde un comienzo.
En la formulación althusseriana original había el anuncio de una empresa teórica muy distinta: la de romper con el esencialismo ortodoxo, no a través de la desarticulación lógica de sus categorías y de la consecuente fijación de la identidad de los elementos desagregados, sino de la crítica a todo tipo de fijación, de la afirmación del carácter incompleto, abierto y políticamente negociable de toda identidad. Esta era la lógica de la sobredeterminación. Para ella el sentido de toda identidad está sobredeterminado en la medida en que toda literalidad aparece constitutivamente subvertida y desbordada, es decir, en la medida en que, lejos de dejarse una totalización esencialista entre objetos, hay una presencia de unos objetos en otros que impide fijar su identidad. Los objetos aparecen articulados en la medida en que la presencia de unos en otros hace imposible suturar la identidad de ninguno de ellos.
Estamos en el campo de la sobredeterminación de unas identidades por otras y de la relegación de toda forma de fijación paradigmática al horizonte último de la teoría. Es esta lógica específica de la sobredeterminación la debemos ahora intentar determinar.
ARTICULACIÓN Y DISCURSO
Llamaremos articulación a toda práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esta práctica. A la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria la llamaremos discurso. Llamaremos momentos diferenciales, en tanto aparecen articuladas en el interior de un discurso. Llamaremos, por el contrario, elemento a toda diferencia que no se articula discursivamente. Estas distinciones, para ser correctamente entendidas, requieren tres tipos de precisiones básicas: en lo que se refiere al tipo de coherencia específica de una formación discursiva; en cuanto a las dimensiones de lo discursivo, y en cuanto a la apertura o el cierre que una formación discursiva presenta.
1.Una formación discursiva no se unifica ni en la coherencia lógica de sus elementos, ni en el a priori de u sujeto trascendental, ni en un sujeto que es fuente de sentido ni en la unidad de una experiencia. El tipo de coherencia que atribuimos a una formación discursiva es  cercano al que caracteriza al concepto de formación discursiva elaborado por Foucault: la regularidad en la dispersión. Hace de la dispersión el principio de unidad, en la medida en que esta dispersión está gobernada por reglas de formación, por las complejas condiciones de existencia de los elementos dispersos. Una observación es necesaria en este punto. La formación discursiva puede ser vista como dispersión; o desde la perspectiva de regularidad en la dispersión y pensarse en tal sentido como conjunto de posiciones diferenciales. Este conjunto constituye una configuración, que en ciertos contextos de exterioridad puede ser significada como totalidad. Hay que concentrarse en este segundo aspecto.
En una totalidad discursiva articulada, en la que todo elemento ocupa una posición diferencial, toda identidad es relacional y dichas relaciones tienen un carácter necesario. La necesidad no deriva de un principio subyacente, sino de la regularidad de un sistema de posiciones estructurales. En tal sentido, ninguna relación puede ser contingente o de exterioridad. Si la contingencia y a articulación son posibles es porque ninguna formación discursiva es una totalidad suturada, y porque por tanto, la fijación de los elementos en momentos no es nunca completa.
2.Nuestro análisis rechaza la distinción entre prácticas discursivas y no discursiva y afirma: a)que todo objeto se constituye como objeto de discurso, en la medida en que ningún objeto se da al margen de toda superficie discursiva de emergencia; b) que toda distinción entre los que usualmente se denominan aspectos lingüísticos y prácticos de una práctica social, o bien son distinciones incorrectas, o bien deben tener lugar como diferenciaciones internas a la producción social de sentido, que se estructura bajo la forma de totalidades discursivas.
Dos puntos deben subrayarse aquí.
  1. El hecho de que todo objeto se constituya como objeto de discurso no tiene nada que ver con la cuestión acerca de un mundo exterior al pensamiento. Lo que se niega no es la existencia externa al pensamiento, de dichos objetos, sino la afirmación de que ellos puedan constituirse como objetos al margen de toda condición discursiva de emergencia.
  2. En la raíz del prejuicio anterior se encuentra un supuesto que debemos rechazar: el carácter mental del discurso. Frente a esto afirmaremos el carácter material de toda estructura discursiva. Suponer lo contrario es aceptar una dicotomía muy clásica: la existente entre un campo objetivo constituido al margen de toda intervención discursiva y un discurso consistente en la pura expresión del pensamiento. Los elementos lingüísticos y no lingüísticos no están meramente yuxtapuestos, sino que constituyen un  sistema diferencial y estructurado de posiciones –es decir, un discurso-. Las posiciones diferenciales consisten, por tanto, en una  dispersión de elementos materiales muy diversos. El mundo objetivo se estructura en secuencias relacionales que no tienen un sentido finalístico y que, tampoco requieren ningún sentido precisable: basta que ciertas regularidades establezcan posiciones diferenciales para que podamos hablar de una formación discursiva. Dos importantes consecuencias se siguen de esto: la primera, que la materialidad del discurso no puede encontrar el momento de su unidad en la experiencia o la conciencia de un sujeto fundante. La segunda consecuencia es que la práctica de la articulación como fijación/dislocación de un sistema de diferencias tampoco puede consistir en meros fenómenos lingüísticos, sino que debe atravesar todo el espesor material de instituciones, rituales, prácticas de diverso orden, a través de las cuales una formación discursiva se estructura. (Ver cita en pág. 148)
  3. Finalmente debemos preguntarnos por el sentido y la productividad de esta centralidad que hemos asignado a la categoría de discurso. La respuesta es que a través de ella logramos una ampliación considerable del campo de la objetividad y la creación de las condiciones que nos permiten pensar numerosas relaciones. En la medida en que consideremos las relaciones sociales desde el punto de vista de un paradigma naturalista, la contradicción está excluida. Pero en la medida en que las relaciones sociales se construyen discursivamente, la contradicción pasa a ser posible.
3.Sin embargo, la transición a la totalidad relacional que hemos denominado discurso difícilmente solucionaría nuestros problemas iniciales, si la lógica relacional y diferencial de la totalidad discursiva se impusiera sin limitación alguna. Todo elemento sería momento, todas serían relaciones de necesidad, y la articulación sería imposible. Pero si aceptamos que una totalidad discursiva nunca existe bajo la forma de una positividad  simplemente dada y delimitada, en ese caso la lógica relacional es una lógica incompleta y penetrada por la contingencia. La transición de elementos a momentos nunca se realiza totalmente. Se crea así una tierra de nadie que hace posible una práctica articulatoria. En este caso no hay identidad social que aparezca plenamente  protegida de un exterior discursivo que la deforma y le impide suturarse plenamente.
Con esto llegamos al carácter decisivo de nuestro argumento. El carácter incompleto de toda totalidad lleva necesariamente a abandonar como terreno de análisis el supuesto de la sociedad como totalidad suturada y autodefinida. La sociedad no es un objeto legítimo de discurso. No hay principio subyacente único que fije al conjunto del campo de las diferencias. La tensión irresoluble interioridad/exterioridad es la condición de toda práctica social: la necesidad solo existe como limitación parcial del campo de la contingencia. Es en el terreno de esta imposibilidad tanto de la interioridad como de una exterioridad totales, que lo social se constituye. Este campo de identidades que nunca logran ser plenamente fijadas es el campo de la sobredeterminación.
Ni la fijación absoluta, ni la no fijación absoluta son posibles. La no fijación: hemos hablado de discurso como sistema de identidades diferenciales. Pero acabamos de ver  que un sistema de identidades diferenciales solo existe como limitación parcial de un exceso de sentido que lo subvierte. Este exceso, es el terreno necesario de constitución de toda práctica social. Lo designaremos con el nombre de campo de la discursividad. La no posibilidad de fijación última. Implica que tiene que haber fijaciones parciales. Para diferir, para subvertir el sentido, tiene que haber un sentido. Lo social solo existe como esfuerzo por producir ese objeto imposible. El discurso se constituye como intento por dominar el campo de a discursividad, por detener el flujo de las diferencias, por constituir un centro. Los puntos discursivos privilegiados de esta fijación parcial los denominaremos puntos nodales. Ciertos significantes privilegiados que fijan el sentido de la cadena significante.
Tenemos pues todos los elementos necesarios para precisar el concepto de articulación. En la medida en que toda identidad es relacional, pero el sistema de relación no consigue fijarse en un conjunto estable de diferencias; en la medida en que todo discurso es subvertido por un campo de discursividad que lo desborda; en tal caso la transición de los elementos a los momentos no puede ser nunca completa.
El estatus de los elementos es el de significantes flotantes, que no logran ser articulados a una cadena discursiva. Y este carácter flotante penetra finalmente a toda identidad discursiva (social). Pero si aceptamos el carácter incompleto de toda formación discursiva y, al mismo tiempo, afirmamos el carácter relacional de toda identidad, en ese caso, el carácter ambiguo del significante, su no fijación a ningún significado solo puede existir en la medida que hay una proliferación de significados. No es la pobreza de significados, sino, al contrario, la polisemia, la que desarticula una estructura discursiva. Esto es lo que establece la dimensión sobredeterminada, simbólica, de toda formación social. La sociedad no consigue nunca ser idéntica a sí misma porque todo punto nodal se constituye en el interior de una intertextualidad que lo desborda. La práctica de la articulación consiste, por tanto, en la construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido; y el carácter parcial de esa fijación procede de la apertura de lo social, resultante a su vez del constante desbordamiento de todo discurso por la infinitud del campo de la discursividad.
Toda práctica social es, en una de sus dimensiones, articulatoria, porque consiste siempre en a construcción de nuevas diferencias. Lo social es articulación en la medida en que lo social no tiene esencia –en la medida en que la “sociedad” es imposible-.
Lo contingente solo existe en el interior de lo necesario. Esta presencia de lo contingente es lo necesario es lo que hemos llamado subversión, y se manifiesta bajo las formas de simbolización, de metaforización, de paradoja, que deforman y cuestionan el carácter literal de toda necesidad. La necesidad de lo social es la necesidad propia de identidades puramente relacionales; no la necesidad natural o la necesidad de un juicio analítico.
LA CATEGORÍA DE SUJETO
La categoría requiere distinguir dos problemas.
El primero es el cuestionamiento creciente de la constitutividad. Ha tomado tres formas: la crítica a una concepción del sujeto que hace de él un agente racional y transparente a sí mismo; la crítica a la supuesta unidad y homogeneidad entre el conjunto de sus posiciones; y la crítica a la concepción en él el origen y fundamento de las relaciones sociales.
Siempre que utilicemos la categoría de sujeto, lo haremos en el sentido de posiciones de sujeto en el interior de una estructura discursiva. Del carácter discursivo de toda posición de sujeto no se sigue nada acerca del tipo de relación que pueda existir entre dichas posiciones. Justamente por ser toda posición de sujeto una posición discursiva, participa del carácter abierto de todo discurso y no logra fijar totalmente dichas posiciones en un sistema cerrado de diferencias.
Si toda posición de sujeto es una posición discursiva, el análisis no puede prescindir de las formas de sobredeterminación de unas posiciones por otras –del carácter contingente de toda necesidad que es inherente a toda diferencia discursiva-. Ver caso de “hombre” y “sujeto femenino” pág. 157,8,9.
Veamos ahora las formas precisas en que el marxismo ha respondido teórica  políticamente a la diversificación y dispersión de las posiciones de sujeto de los agentes clasistas respecto de las que hubieran debido ser las formas paradigmáticas de su unidad. Para empezar los sujetos son las clases, cuya unidad consiste en torno a intereses determinados por su posición en las relaciones de producción.
Una primera forma de respuesta consiste en un pasaje ilegítimo a través del referente. Se funda en afirmar que la lucha política y la económica de los obreros, están unificadas por el agente social concreto, la clase obrera, que las lleva a cabo. Este tipo de razonamiento se basa en una falacia: la expresión “clase obrera” es usada de dos modos distintos: para definir una posición específica de sujeto en las relaciones de producción, por otro, para nombrar a los agentes que ocupan esa posición de sujeto.
Si aceptamos el carácter sobredeterminado de toda identidad la situación cambia. Hay otro camino. El ganar agentes para sus intereses históricos, una práctica articulatoria que construye un discurso en el que las demandas concretas de un grupo son concebidas como pasos hacia una liberación total que implique la superación del capitalismo. No hay necesidad esencial de que esas demandas sean articuladas de este modo. La relación de articulación no es una relación de necesidad. Lo que el discurso de los intereses históricos hace es hegemonizar ciertas demandas. La práctica política construye los intereses que representa.
ANTAGONISMO Y SUBJETIVIDAD
¿No hay ciertas experiencias, formas discursivas, en que se muestra no ya el continuo diferir del significado trascendental, sino la vanidad misma de ese diferir, la imposibilidad final de toda diferencia estable y, por tanto, de toda objetividad? La respuesta es que sí, que esta experiencia del límite de toda objetividad tiene una forma de presencia discursiva precisa, y que esta es el antagonismo. Qué es una relación antagónica.
Solo a nivel lógico conceptual podemos incurrir en contradicciones, y obedece a la fórmula A-no A. la contradicción no implica pues, necesariamente, una relación antagónica. Pero si hemos excluido tanto a la oposición real como a la contradicción como categorías que permitan dar cuenta del  antagonismo, parecería que la especificidad de este último fuera inaprehensible.
En el caso del antagonismo nos encontramos con que la presencia del otro  me impide ser totalmente yo mismo. La relación no surge de identidades plenas, sino de la imposibilidad de constitución de las mismas. En la medida en que hay antagonismo yo no puedo ser una presencia plena para mí mismo. Pero tampoco lo es la fuerza que me antagoniza: su ser objetivo es un símbolo de mi no ser y, de este modo, es desbordado por una pluralidad de sentidos que impide fijarlos como positividad plena. La oposición real es una relación objetiva; la cotradicción es una  relación igualmente definible entre conceptos; el antagonismo constituye los límites de toda objetividad. Si la lengua es un sistema de diferencias, el antagonismo es el fracaso de la diferencia y, se ubica en los límites del leguaje y sólo puede existir como disrupción del mismo. El antagonismo escapa a la posibilidad de ser aprehendido por el lenguaje, en la medida en que el lenguaje solo existe como intento de fijar aquello que el antagonismo subvierte.
El antagonismo, lejos de ser una relación objetiva, es una relación en la que se muestran los límites de toda objetividad. Pero si lo social existe como esfuerzo parcial por instituir la sociedad, el antagonismo, como testigo de la imposibilidad de una sutura última, es la experiencia del límite de lo social. Estrictamente hablando, los antagonismos no son interiores sino exteriores a la sociedad. Establecen los límites de la sociedad, la imposibilidad de esta última de constituirse plenamente.
EQUIVALENCIA Y DIFERENCIA
¿Cómo tiene lugar esta subversión? La condición de la presencia plena es la existencia de un espacio cerrado en el que cada posición diferencial es fijada como momento específico e irremplazable. La primera condición para subvertir dicho espacio, para impedir el cierre, es disolver la especificidad de cada una de esas posiciones.
La equivalencia crea un sentido segundo que, a la vez que es parasitario del primero, lo subvierte: las diferencias se anulan en la medida en que son usadas para expresar algo idéntico que subyace a todas ellas. El problema es en qué consiste ese algo idéntico presente en los varios términos de la equivalencia. Si a través de la cadena de equivalencias se han perdido todas las determinaciones objetivas diferenciales de sus términos, la identidad solo puede estar dada, o bien por una determinación positiva presente en todos ellos, o bien por su referencia común a algo exterior.  
Es porque una identidad negativa no puede ser representada en forma directa que solo puede hacerlo de modo indirecto a través de una equivalencia entre sus momentos diferenciales. De ahí la ambigüedad que penetra a toda relación de equivalencia: dos términos, para equivalerse, deben ser diferentes.
El carácter final de esta no fijación, la precariedad final de toda diferencia, habrá pues de mostrarse en una relación de equivalencia total en la que se disuelva la positividad diferencial de todos sus términos. Esta es precisamente la fórmula del antagonismo, que así establece su carácter de límite de lo social. Puesto que todos los rasgos diferenciales de un polo se han disuelto a través de su referencia negativo equivalencial al otro polo, cada uno de ello muestra exclusivamente lo que no es.
Lo que afirmamos es que ciertas formas discursivas, a través de la equivalencia, anulan toda positividad del objeto y dan una existencia real a la negatividad en cuanto tal. Esta imposibilidad de lo real –la negatividad- ha logrado una forma de presencia. Es porque lo social está penetrado por la negatividad, por el antagonismo, que logra el estatus de la transparencia, de la presencia plena, y que la objetividad de sus identidades es permanentemente subvertida. La relación imposible entre objetividad y negatividad ha pasado a ser constitutiva de lo social.
Tampoco es transparente a sí mismo el antagonismo, ya que no logra disolver totalmente la objetividad de lo social.
Cuanto más inestables sean las relaciones sociales, cuanto menos logrado sea un sistema definido de diferencias, tanto más proliferarán los puntos de antagonismo; pero, tanto más carecerán estos de una centralidad, de la posibilidad de establecer sobre la base de ellos, cadenas de equivalencia unificadas.
Llamamos posición popular de sujeto a la que se constituye sobre la base de dividir el espacio político en dos campos antagónicos, y posición  democrática de sujeto a la que sede de un antagonismo localizado, que no divide a la sociedad en la forma indicada.
Toda lucha democrática emerge  en el interior de un conjunto de posiciones de un espacio político relativamente suturado, formado por una multiplicidad de prácticas que no agotan, sin embargo, la realidad referencial y empírica de los agentes  que forman parte de las mismas. El cierre relativo de dicho espacio es necesario para la construcción discursiva del antagonismo, ya  que una cierta interioridad excluyente es requerida para construir una totalidad que permita dividir ese espacio en dos campos. En tal sentido, la autonomía de los movimientos sociales es algo más que un requerimiento para que ciertas luchas puedan desarrollarse sin interferencias: es un requerimiento para que el antagonismo como tal pueda emerger.
HEGEMONÍA
El campo general de emergencia de la hegemonía es el de las prácticas articulatorias, es decir, un campo en el que los elementos no han cristalizado en momentos. La hegemonía supone el carácter abierto e incompleto de lo social, que sólo puede constituirse en un campo dominado por prácticas articulatorias. El núcleo último de una fuerza hegemónica lo constituye una clase social fundamental.
El sujeto hegemónico, como el sujeto de toda práctica articulatoria, debe ser parcialmente exterior a lo que articula: pero, por otro lado, esa exterioridad no puede ser concebida como la existente entre dos niveles ontológicos diversos. Tanto la fuerza hegemonizante como el conjunto de los elementos hegemonizados se constituirían en un mismo plano, en tanto que la exterioridad sería la correspondiente a formaciones discursivas diversas.
Si la exterioridad que la práctica articulatoria supone se constituye en el campo general de la discursividad, no puede ser la correspondiente a dos sistemas de diferencias plenamente constituidas. Se trata, de la exterioridad existente entre posiciones de sujeto situadas en el interior de ciertas formaciones discursivas, y elementos que carecen de una articulación discursiva precisa.
Debemos considerar la especificidad de  la práctica hegemónica dentro del campo general de las prácticas articulatorias. Para hablar de hegemonía no es suficiente el momento articulatorio; es preciso además, que la articulación se verifique a través de un enfrentamiento con prácticas articulatorias antagónicas. La hegemonía se constituye en un campo surcado por antagonismos y supone, fenómenos de equivalencia y efectos de frontera. Pero, a la inversa, no todo antagonismo supone prácticas hegemónicas. Debe haber articulación de elementos flotantes. Las dos condiciones de una articulación hegemónica son, pues, la presencia de fuerzas antagónicas y la inestabilidad de las fronteras que las separan. Solo la presencia de una vasta región de elementos flotantes y su posible articulación a campos opuestos es lo que constituye el terreno que nos permite definir a una práctica como hegemónica. Sin equivalencia y sin fronteras no puede estrictamente hablarse de hegemonía.
Está claro de qué modo se pueden recuperar los elementos de análisis gramscianos. Una coyuntura en la que se da un debilitamiento generalizado del sistema relacional que define las identidades de un cierto espacio social o político y que conduce a la proliferación de elementos flotantes la llamaremos crisis orgánica. Es resultado de una sobredeterminación de circunstancias. Crisis generalizada de las identidades sociales.
Un bloque histórico es un espacio social y político relativamente unificado a través de la institución de puntos nodales y de la constitución de identidades tendencialmente relacionales. En la medida en que consideremos al bloque histórico desde el punto de vista del campo antagónico en el que se constituye, lo denominaremos formación hegemónica. Es en tanto que la formación hegemónica implica un fenómeno de fronteras, que adquiere toda su significación el concepto de guerra de posición.
La guerra de posición supone la división del espacio social en dos campos, y presenta a la articulación hegemónica como una lógica de movilidad de la frontera que los separa. Resulta claro que esto es ilegítimo: la existencia de dos campos puede ser uno de los efectos de la articulación hegemónica, pero no su condición.
La guerra de posición gramsciana supone el tipo de división de las identidades populares.
Pero nos separamos de la concepción gramsciana en dos puntos clave: en cuanto al plano de la constitución del sujeto hegemónico –para Gramsci este es necesariamente el plano de las clases fundamentales-; y e cuanto a la unidad del centro hegemónico –para Gramsci toda la  formación social se estructura en torno a un centro hegemónico. Estos son los dos elementos finales del esencialismo que permanecen en el pensamiento gramsciano.  El resultado de abandonarlos es tener que enfrentar dos series sucesivas de problemas.
El primero se refiere a la separación de planos, al momento externo en que la hegemonía supone. Una situación en la que un sistema de diferencias se hubiera soldado hasta tal punto, implicaría el fin de la forma hegemónica de la política. En ese caso habría relaciones de subordinación, de poder, pero no relaciones hegemónicas en sentido estricto, porque con la desaparición de la separación de planos, del momento de exterioridad, habría también desaparecido el campo de las prácticas articulatorias. La dimensión hegemónica de la política solo se expande en la medida en que se incrementa el carácter abierto, no suturado, de lo social.
El segundo problema se refiere a la unicidad del centro hegemónico. Una vez rechazado el plano ontológico que inscribiría  a la hegemonía como centro de lo social, es evidente que no es posible mantener la idea de la unicidad del punto nodal hegemónico. Hegemonía, es simplemente un tipo de relación política; una forma, si se quiere, de ella. En una formación social determinada puede haber una variedad de relaciones sociales y, en tal mediad, ser el centro de irradiación de una multiplicidad de efectos totalizantes.
La autonomización de ciertas esferas no es el efecto estructural necesario de nada, sino la resultante de prácticas articulatorias precisas que construyen dicha autonomía. La autonomía, lejos de ser incompatible con la hegemonía, es una forma de construcción hegemónica.
La hegemonía es esencialmente metonímica: sus efectos surgen siempre a partir de un exceso de sentido resultante de una operación de desplazamiento. Es en la medida misma de nuestra conclusión de que ninguna identidad social está plenamente adquirida, que el momento articulatorio hegemónico adquiere toda su centralidad. La condición de esta centralidad es el colapso de una clara línea demarcatoria entre lo interno y lo externo, entre lo contingente y lo necesario. Pero esto conduce a una  conclusión inescapable: ninguna lógica hegemónica puede dar cuenta de la totalidad de lo social y constituir su centro, ya que en tal caso se habría producido una nueva sutura y el concepto mismo de hegemonía se habría autoeliminado. La apertura de lo social es por consiguiente, la precondición de toda práctica hegemónica. Esto conduce necesariamente a una segunda conclusión: la formación hegemónica tal como la hemos concebido no puede ser reconducida a la lógica específica de una fuerza social única. Todo bloque histórico se constituye a través de la regularidad en la dispersión, y esta dispersión incluye una proliferación de elementos muy diversos: sistemas de diferencias que definen parcialmente identidades relacionales, cadenas de equivalencias que subvierten a estas últimas, formas de sobredeterminación que concentran el poder y las formas de resistencia al mismo. El punto importante es que toda forma de poder se construye de manera pragmática e internamente a lo social, apelando a las lógicas opuestas de la equivalencia y de la diferencia, el poder nunca es fundacional.
Hegemonía
Emerge en el campo de las prácticas articulatorias, es decir, un campo en el que los elementos no han cristalizado en momentos. Un sistema plenamente logrado de diferencias, que excluyera a todo significante flotante, no abriría el campo a ninguna articulación.
Las relaciones hegemónicas son relaciones sin tácticas fundadas en categorías morfológicas que las preceden.
El sujeto hegemónico debe ser parcialmente exterior a los que articula, de lo contrario no habría articulación alguna.
Tanto la fuerza hegemonizante como el conjunto de elementos hegemonizados se constituirían en un mismo plano, el campo general de la discursividad.
Una formación discursiva en la regularidad en la dispersión.
Se trata de la exterioridad entre posiciones de sujeto situadas en el interior de ciertas formaciones discursivas y elementos que carecen de una articulación discursiva precisa. Esta ambigüedad hace posible la articulación como institución de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido de lo social en un sistema organizado de diferencias.
Las dos condiciones de una articulación hegemónica son la presencia de fuerzas antagónicas y la inestabilidad de las fronteras que las separan. Sin equivalencia y sin fronteras no puede hablarse estrictamente de hegemonía.
La crisis organiza es el resultado de una sobredeterminación de circunstancias, se manifiesta lentamente en una proliferación de antagonismos y en una crisis generalizada de las identidades.
Bloque histórico = la construcción de identidades tendencialmente relacionales. El tipo de lazo que uno los elementos de un bloque histórico es la formación discursiva.
Imposibilidad de cierre de lo social en la medida que la frontera es interna a lo social.
Se aparta de la concepción gramsciana en dos puntos clave: en cuanto al plano de la constitución de los sujetos hegemónicos, y en cuanto a la unicidad del centro hegemónico.
La forma hegemónica de la política solo se impone a comienzos de los tiempos modernos, en la medida en que la reproducción de las distintas áreas sociales se verifica en condiciones siempre combatientes, que requieren construir constantemente nuevos sistemas de diferencias.
Una formación hegemónica abarca también lo que se le opone, pero el lugar de la negación es definido por los parámetros internos de la propia formación.
Hegemonía es un tipo de relación política, una forma de la política, pero no una localización precisable en el campo de una topografía de lo social. En una formación social determinada puede haber una variedad de puntos nodales hegemónicos.
Es preciso partir de una pluralidad de espacios políticos y sociales que no remiten a ningún fundamento unitario último.
Ni la autonomía total ni la subordinación total son soluciones plausibles, solo son conceptos que solo adquieren su sentido en el campo de las practicas articulatorias y de las practicas hegemónicas. Las prácticas articulatorias no tienen solo lugar en el interior de los espacios sociales y políticos dados, sino entre los mismos.
La hegemonía es esencialmente metonímica: sus efectos suben siempre a partir de un exceso de sentido resultante de una operación de desplazamiento.
Todo bloque histórico se construye a través de la regularidad de la dispersión, cadenas de equivalentes que subvierten las últimas y, de tal modo, a constituir una nueva diferencia.
El punto importante es que toda forma de poder se construye de manera pragmática e internamente a lo social.
El poder no es nunca fundacional, no puede plantearse en término de la búsqueda de la clase o del sector dominante.
Una formación social se conforma como totalidad a partir de sus propios límites. Los límites solo existen en la medida en que un conjunto sistemático de diferencias se recorta como totalidad respecto de algo más allá de ellas, y es solamente a través de este recortarse que la totalidad se constituye como formación.
Una formación solo logra constituirse como tal transformando los límites en fronteras.