I INTRODUCCIÓN
En las vastas disciplinas históricas la atención se ha desplazado hacia
fenómenos de ruptura. Por debajo de las grandes continuidades del pensamiento,
se trata ahora de detectar la incidencia de las interrupciones. Interrupciones
cuyo estatuto y naturaleza son muy diversos. Actos y umbrales epistemológicos,
quiebran su lenta maduración y los hacen entrar en un tiempo nuevo, los
escinden de su origen empírico y de sus motivaciones iniciales. Prescriben así
al análisis histórico el señalamiento de un tipo nuevo de racionalidad y de sus
efectos múltiples. Desplazamientos y transformaciones de los conceptos.
Muestran que la historia de un concepto no es la de su acendramiento
progresivo, sino la de sus diversos campos de constitución y de validez, la de
sus reglas sucesivas de uso, de los medio teóricos múltiples donde su
elaboración se ha realizado y acabado. Distinción hecha por Canguilhem, entre
las escalas micro y macroscópicas de la historia de las ciencias en las que los
acontecimientos y sus consecuencias no se distribuyen de la misma manera.
El gran problema que va a plantearse
en tales análisis históricos el de saber por qué vías han podido establecerse
las continuidades; el problema no es ya de la tradición y del rastro, sino del
recorte y del límite; no es ya el del fundamento que se perpetúa, sino el de
las transformaciones que valen como fundación y renovación de las fundaciones.
En suma, la historia del pensamiento, de los conocimientos, de la
filosofía, de la literatura parece multiplicar las rupturas y buscar todos los
erizamientos de la discontinuidad; mientras que la historia propiamente
dicha, parece borrar, en provecho de las estructuras más firmes, la
irrupción de los acontecimientos. No creamos que esas dos grandes formas de
descripción se hayan cruzado si reconocerse. Han planteado los mismos problemas
acá y allá.
Pero estos problemas se pueden resumir con una palabra: la revisión del
valor de documento. La historia ha cambiado de posición respecto del
documento. Se atribuye como tarea primordial, no el interpretarlo, ni tampoco
determinar si es veraz y cual sea su valor expresivo, sino trabajarlo desde el
interior y elaborarlo.
El documento no es ya para la historia esa materia inerte través de la cual trata esta de reconstruir
lo que los hombres han hecho o dicho, lo que ha pasado y de lo cual solo resta
el surco: trata de definir en el propio tejido documental unidades, conjuntos,
series, relaciones.
El documento no es el instrumento afortunado de una historia que fuese en
sí misa y con pleno derecho memoria. La historia es cierta manera, para una
sociedad, de dar estatuto y elaboración a una masa de documentos de la que no
se separa. Digamos, que la historia, en
su forma tradicional, se dedicaba a memorizar los monumentos del pasado, a
transformarlos en documentos y a hacer hablar esos rastros que, no son verbales
a menudo, o bien dicen en silencio algo distinto de lo que en realidad dicen.
En nuestros días, la historia es lo que transforma los documentos en monumentos,
y que allí, donde se trataba de reconocer por su vaciado lo que había sido,
despliega una masa de elementos que hay que aislar, agrupar, hacer pertinentes,
disponer en relaciones, constituir en conjuntos. En nuestros días la historia
tiende a la arqueología, a la descripción intrínseca del monumento.
Esto tiene varias consecuencias; 1º la multiplicación de las rupturas en la
historia de las ideas. De aquí en adelante el problema es construir series. En
lugar de aquella cronología continua de la razón, que se hacía remontar
invariablemente al inaccesible origen, a su apertura fundadora, han aparecido a
veces unas escalas a veces breves, distintas las unas de las otras, rebeldes a
una ley única, portadoras a menudo de un tipo de historia propio de cada una, e
irreductibles al modelo general de una conciencia que adquiere, progresa y
recuerda. 2º la noción de discontinuidad ocupa un lugar mayor en las
disciplinas históricas. En la clásica la discontinuidad era ese estigma del
desparramamiento temporal que el historiador tenía la misión de suprimir de la
historia, y que ahora ha llegado a ser uno de los elementos fundamentales del
análisis histórico.
Esta discontinuidad tiene un triple papel: en primer lugar constituye una
acción deliberada del historiador. Es también el resultado de su descripción:
porque lo que trata de descubrir son los límites de un proceso, el punto de
inflexión de una curva, la inversión de un movimiento regulador, los límites de
una oscilación.
La de discontinuidad es una noción paradójica, ya que es a la vez
instrumento y objeto de investigación; ya que delimita el campo cuyo efecto es;
ya que permite individualizar los dominios, pero que no se la puede establecer
sino por la comparación de estos.
Uno de los rasgos más esenciales de la historia nueva es sin duda ese
desplazamiento de lo discontinuo: su paso del obstáculo a la práctica; su
integración en el discurso del historiador, en el que no desempeña ya el papel
de una fatalidad exterior que hay que reducir, sino de un concepto operatorio
que se utiliza; y por ello, la inversión de signos, gracias a la cual deja de
ser el negativo de la lectura histórica, para convertirse en el elemento
positivo que determina su objeto y la validez de su análisis.
Tercera consecuencia: el tema y la posibilidad de una historia global
comienzan a borrarse, y se ve esbozarse los lineamientos muy distintos de lo
que se podría llamar una historia general. Se supone que la propia
historia puede articularse en grandes unidades que guarden en sí mismas su
principio de cohesión. Son estos postulados los que la historia nueva revisa
cuando problematiza las series, los cortes, los límites, las desnivelaciones,
los desfases, las especificidades cronológicas, las formas singulares de
remanencia, los tipos posibles de relación.
El problema que se plantea entonces –y que define la tarea de una historia
general- es el determinar qué forma de relación puede ser legítimamente
descrita entre estas distintas series; qué sistema vertical son capaces de
formar; cuál es, de unas a otras, el juego de las correlaciones y de las
dominante; qué efecto pueden tener los desfases, las temporalidades diferentes,
las distintas remanencias; en qué conjuntos distintos pueden figurar
simultáneamente ciertos elementos; en una palabra, no solo qué series, sino qué
series de series, o en otros términos, qué cuadros es posible constituir. Una
descripción global apiña todos los fenómenos en torno de un centro único:
principio, significación, espíritu, visión del mundo, forma de conjunto. Una
historia general desplegaría, por el contrario, el espacio de una dispersión.
Finalmente, última consecuencia: la historia nueva encuentra cierto número
de problemas metodológicos muchos de los cuales, a no dudar, le eran
ampliamente preexistentes, pero cuyo manojo la caracteriza ahora: la
constitución de corpus coherentes, principio de elección, la definición del
nivel de análisis y de los elementos que son para él pertinentes, el método, la
determinación de relaciones que caractericen conjuntos (puede tratarse de
relaciones numéricas, lógicas, causales, analógicas; puede tratarse de la relación de significante y
significado[1]).
A estos problemas se les puede dar la sigla del estructuralismo.
Esta mutación epistemológica de la historia no ha terminado todavía hoy. No
data de ayer, sin embargo, ya que se puede sin duda hacer remontar su primer
momento a Marx.
Hacer del análisis histórico el discurso del contenido, y hacer de la
conciencia humana el sujeto originario de todo devenir y de toda práctica son
las dos caras de un sistema de pensamiento. El tiempo se concibe en él en
término de totalización y las revoluciones no son jamás en él otra cosa que
tomas de conciencia.
Este tema ha desempeñado un papel constante desde el SXIX: salvar, contra
todos los descentramientos, la soberanía del sujeto, y las figuras gemelas de
la antropología y del humanismo. Contra el descentramiento operado por Marx
–por el análisis histórico de las relaciones de producción, de las
determinaciones económicas y de la lucha de clases-, ha dado lugar, a fines del
SXIX, a la búsqueda de una historia global, en la que todas las
diferencias de una sociedad podrían ser
reducidas a una forma única, a la organización de una visión del mundo, al
establecimiento de un sistema de valores, a un tipo coherente de civilización.
Al descentramiento operado por la genealogía nietzscheana, opuso la búsqueda de
un fundamento originario que hiciese de la racionalidad el telos de la
humanidad, y liga toda la historia del pensamiento a la salvaguarda de esa
racionalidad, al mantenimiento de esa teología, y a la vuelta siempre necesaria
hacia ese fundamento.
En fin, mas recientemente cuando las investigaciones del psicoanálisis, de
la lingüística, de la etnología, han descentrado al sujeto e relación con las
leyes de su deseo, las formas de su lenguaje, las reglas de su acción, o los
juegos de sus discursos míticos o fabulosos, cuando quedó claro que no podía
dar cuenta de su sexualidad ni de su inconsciente, de las formas sistemáticas
de su lengua o de la regularidad de sus ficciones, se reactivó otra vez el tema
de una continuidad de la historia: que no sería escansión, sino devenir.
Se ha llegado, pues, al punto de antropologizar a Marx, a hacer de él un
historiador de las totalidades y a volver a hallar en él el designio del
humanismo; se ha llegado al punto de interpretar a Nietzsche en los términos de
la filosofía trascendental; se ha
llegado a dejar a un lado, como si todavía no hubiera aflorado nunca, todo ese
campo de problemas metodológicos que la historia nueva propone hoy. Porque si
probara que la cuestión de las discontinuidades, de los sistemas y de las
transformaciones, de las series y de los umbrales, se plantea en todas las
disciplinas históricas ¿cómo se podría entonces oponer con cierto aspecto de
legitimidad el “devenir” al “sistema”, el movimiento a las regulaciones
circulares, o como se dice con una irreflexión bastante ligera, “la historia a
la estructura”?
Es la misma función conservadora la que actúa en el tema de las totalidades
culturales –para el cual se ha criticado y después disfrazado a Marx-, en el
tema de una búsqueda de lo primigenio –que se ha opuesto a Nietzsche antes de
tratar de transponérselo-, y en el tema de una historia viva, continua y
abierta.
Lo que tanto se llora no es la desaparición de la historia, sino la de esa
forma de historia que estaba referida en secreto, pero por entero, a la
actividad sintética del sujeto; lo que se llora
es ese devenir que debía proporcionar a la soberanía de la conciencia un
abrigo más seguro, menos expuesto, que los mitos, los sistemas de parentesco,
las lenguas, la sexualidad o el deseo; lo que se llora es la posibilidad de
reanimar por el proyecto, el trabajo del sentido o el movimiento de la
totalización, el juego de las determinaciones materiales, de las reglas de
práctica, de los sistemas inconscientes, de las relaciones rigurosas pero no
reflexivas, de las correlaciones que escapan a toda experiencia vivida; lo que
se llora es ese uso ideológico de la historia por el cual se trata de restituir
al hombre todo cuanto, desde hace más de un siglo, no ha cesado de escaparle.
Foucault trata de desplegar los principios y las consecuencias de una
transformación autóctona que está en vías de realizarse en el dominio del saber
histórico. Revisar las teologías y las totalizaciones.
Esta obra no se inscribe sino en ese campo en el que se manifiestan, se
cruzan, se entrelazan y se especifican las cuestiones sobre el ser humano, la
conciencia, el origen y el sujeto. Pero sin duda no habría error en decir que
es ahí también donde se plantea el problema de la estructura.
II LAS REGULARIDADES DISCURSIVAS
- Las unidades del discurso
Los problemas que va a tratar son los problemas teóricos y de procedimiento
que surgen de la puesta en juego de conceptos
como discontinuidad, ruptura, umbral, límite, serie, transformación.
Hay que realizar ante todo un trabajo negativo: liberarse de todo un juego
de nociones que diversifican, cada una a su modo, el tema de la continuidad.
Tal es el concepto de tradición. Es preciso revisar esas síntesis fabricadas,
esos agrupamientos que se admiten de ordinario antes de todo examen, esos
vínculos cuya validez se reconoce al entrar en el juego. Es preciso desalojar
esas formas y esas fuerzas oscuras por las que se tiene costumbre de ligar
entre sí los discursos de los hombres; hay que arrojarlas de las sombras en las
que reinan. Y más que dejarlas valer espontáneamente, aceptar el no tener que
ver, por un cuidad de método y en primera instancia, sino con una población de
acontecimientos dispersos.
Pero sobre todo las unidades que hay que poner en suspenso son las que se
imponen de la manera más inmediata: las del libro y las de la obra. Las
márgenes de un libro no están jamás neta ni rigurosamente cortadas: más allá
del título, las primeras líneas y el punto final, más allá de su configuración
interna y la forma que lo autonomiza, está envuelto en un sistema de citas de
otros libros, de otros textos, de otras frases, como un nudo en una red. En uno
y otro lugar la humanidad del libro, incluso entendido como haz de relaciones,
no puede ser considerada idéntica. Su unidad es variable y relativa. No bien se
la interroga, pierde su evidencia; no se indica a sí misma, no se construye
sino a partir de un campo complejo de discursos.
En cuanto a la obra los problemas que suscita son más difíciles aún. Se
admite que debe haber en ello un nivel en el cual la obra se revela, en todos
sus fragmentos, incluso los más minúsculos y los más esenciales, como la
expresión del pensamiento, o de la
experiencia, o de la imaginación, o del inconsciente del autor, o aún de las
determinaciones históricas en que estaba inmerso. Pero se ve también que
semejante unidad, lejos de darse inmediatamente, está constituida por una
operación; que esta operación es interpretativa (ya que descifra, en el texto,
la transcripción de algo que oculta y que
manifiesta a la vez); que, en fin, la operación que determina el opus,
en su unidad, y por consiguiente la obra en sí, no será la misma si se trata
del autor del teatro o del tractatus. La cobra no puede considerarse ni como
unidad inmediata, ni como unidad cierta, ni como unidad homogénea.
Jamás es posible asignar, en el orden del discurso, la irrupción de un
acontecimiento verdadero: más allá de todo comienzo aparente hay siempre un
origen secreto, tan secreto y tan originario, que no se le puede captar del
todo en sí mismo.
El discurso manifiesto no sería más de la presencia de lo que no se dice, y
ese no dicho sería un vaciado que mina desde el interior todo lo que se dice.
Todo discurso manifiesto reposaría secretamente sobre un ya dicho, y este es un
jamás dicho, un discurso sin cuerpo, una voz tan silenciosa como un soplo, una
escritura que no es más que el hueco de sus propios trazos.
No hay que devolver el discurso a la lejana presencia del origen; hay que
tratarlo en el juego de su instancia. Tomaré como punto de partida unidades
totalmente dadas (como la psicopatología, o la medicina, o la economía
política); pero no me colocaré en el interior de esas unidades tan dudosas para
estudiar su configuración interna o sus secretas contradicciones.
Una vez suspendidas esas formas inmediatas de continuidad se encuentra, en
efecto, liberado, todo un dominio. Un dominio inmenso, pero que se puede definir:
está constituido por el conjunto de todos los enunciados efectivos, en su
dispersión de acontecimientos y en la instancia que le es propia a cada uno. El
material que habrá que tratar en su neutralidad primera es una multiplicidad de
acontecimientos en el espacio del discurso en general. Así aparece el proyecto
de una descripción pura de los acontecimientos discursivos como horizonte para
la búsqueda de las unidades en que ellos
se forman. Esta descripción se distingue fácilmente del análisis de la lengua.
Se ve que esta descripción del discurso se opone a la historia del
pensamiento. Se trata de reconstruir otro discurso, de recobrar la palabra
muda, murmurante, inagotable que anima desde el interior la voz que se escucha,
de restablecer el texto menudo e invisible que recorre el intersticio de las
líneas escritas y a veces las trastorna. El análisis del campo discursivo se
orienta de manera distinta: se trata de captar el enunciado en la estrechez y
la singularidad de su acontecer; de determinar las condiciones de su
existencia, de fijar sus límites de la manera más exacta, de establecer sus
correlaciones con los otros enunciados que pueden tener vinculaciones con él,
de mostrar qué otras formas de enunciación excluye; se debe mostrar por qué no
podía ser otro de lo que era, en qué excluye a cualquier otro, cómo ocupa en
medio de los demás y en relación con ellos, un lugar que ningún otro podría
ocupar. La pregunta adecuada a tal análisis es ¿Cuál es esa singular existencia
que sale a la luz en lo que se dice y en ninguna otra parte?
La anulación sistemática de las unidades permite en primer lugar restituir
al enunciado su singularidad de acontecimiento, y mostrar que la discontinuidad
no es tan solo uno de esos grandes accidentes que son como una falla en la
geología de la historia, sino ya en el hecho simple del enunciado. Se le hace surgir en su irrupción histórica. Un
enunciado es siempre un acontecimiento que ni la lengua ni el sentido pueden
agotar por completo.
Esto se hace para no referirla a operadores de síntesis que sean puramente
psicológicos y poder captar otras formas de regularidad, otros tipos de
conexiones. Relaciones de unos enunciados con otros, entre grupos de enunciados
así establecidos; hacerse libre para describir en él y fuera de él juegos de
relaciones.
Tercer interés de tal descripción de los hechos de discurso: al liberarlos
nos damos la posibilidad de describir, pero esta vez, por un conjunto de
decisiones dominadas, otras unidades. Con tal de definir claramente las condiciones,
podría ser legítimo constituir, a partir de relaciones correctamente descritas,
conjuntos discursivos que no sería arbitrario, pero que quedarían no obstante
invisibles.
- Las formaciones discursivas
He acometido la tarea de describir relaciones entre enunciados. Tengo el
propósito de describir enunciados en el campo del discurso y las relaciones de
que son susceptibles. Dos series de problemas, lo veo, se presentan al punto.
Una (en suspenso por el momento) concierne a la utilización salvaje de los términos
enunciado, acontecimiento, discurso; la otra concierne a las relaciones que
pueden ser legítimamente descritas entre esos enunciados que se han dejado en
su agrupamiento provisional y visible.
¿Qué son la medicina, la gramática, la economía política? primera hipótesis
(la más verosímil y la más fácil de someter a prueba): los enunciados
diferentes en su forma, dispersos en el tiempo, constituyen un conjunto si se
refieren a un solo y mismo objeto. Pero se plantea el problema de saber si la
unidad de un discurso no está constituida, más bien que por la permanencia y la
singularidad de un objeto, por el espacio en el que los diversos objetos se
perfilan y continuamente se transforman.
Lo que constituye el objeto, sería el juego de reglas que hacen posible que
durante un periodo determinado la aparición de objetos, objetos recortados por
medidas de discriminación y de represión, objetos que se diferencian en la
práctica cotidiana, en la jurisprudencia, en la casuística religiosa, en el
diagnóstico de los médicos, en las descripciones patológicas, etc. Además, la
unidad de los discursos sobre “la locura” sería el juego de las reglas que
definen las transformaciones de esos diferentes objetos, su no identidad a
través del tiempo, la ruptura que se produce en ellos, la discontinuidad
interna que suspende su permanencia.
Segunda hipótesis para definir un grupo de relaciones entre enunciados: su
forma y su tipo de encadenamiento. Un determinado carácter constante de la
enunciación. Un corpus de conocimientos que suponía una misma mirada fija en
las cosas, una misma cuadrícula del campo perceptivo, un mismo análisis del
hecho patológico según el espacio visible del cuerpo, un mismo sistema de
transcripción de lo que se percibe en lo que se dice; en una palabra me había
parecido que la medicina se organizaba como una serie de enunciados
descriptivos.
Si existe unidad, el principio no es, una forma determinada de enunciados
¿no sería más bien el conjunto de las reglas que han hecho, simultánea o
sucesivamente, posibles descripciones puramente perceptivas, sino también
observaciones mediatizadas por instrumentos, protocolos de experiencias de
laboratorios, etc.? Lo que habría que caracterizar e individualizar sería la
coexistencia de esos enunciados dispersos y heterogéneos; el sistema que rige
su repartición, el apoyo de los unos sobre los otros, la manera en que se
implican o se excluyen, la transformación que sufren, el juego de su relevo, de
su disposición y de su reemplazo.
Tercera hipótesis. ¿No podrían establecerse grupos de enunciados
determinando el sistema de los conceptos permanentes y coherentes que en ellos
se encuentran en juego?
Cuarta hipótesis. Para reagrupar los enunciados, describir su
encadenamiento y dar cuenta de las formas unitarias bajo las cuales se
presentan: la identidad y la persistencia de los temas. En ciencias es legítimo
en primera instancia suponer que cierta temática es capaz de ligar, y de animar
como organismo que tiene sus necesidades, su fuerza interna y sus capacidades
de sobrevivir, un conjunto de discurso. Pero puede pasar que encontremos un
solo tema, pero a partir de dos tipos de discurso.
Se trata de cuatro hipótesis y cuatro fracasos. Lo que he descubierto son
series con lagunas, y entrecruzadas, juegos de diferencias, de desviaciones, de
sustituciones, de transformaciones. Pero he encontrado formulaciones de niveles
sobremanera diferentes y de funciones sobremanera heterogéneas, para poder
ligarse y componerse en una figura única y para asimilar a través del tiempo,
más allá de las obras individuales, una especie de gran texto ininterrumpido.
De ahí la idea de describir esas mismas dispersiones; de buscar entre esos
elementos que, indudablemente, no se organizan como un edificio progresivamente
deductivo, ni como un libro desmesurado que se fuera escribiendo poco a poco a
lo largo del tiempo, ni como la obra de un sujeto colectivo, se puede marcar
una regularidad: un orden en su aparición sucesiva, correlaciones en su
simultaneidad, posiciones asignables en un espacio común, un funcionamiento
recíproco, transformaciones ligadas y jerarquizadas. Un análisis tal no
trataría de aislar, para describir su estructura interna, islotes de
coherencia; no se asignaría la tarea de sospechar y de sacar a plena luz los
conflictos latentes, estudiaría formas de repartición. O aun: describiría
sistemas de dispersión.
Se llamarán reglas de formación las condiciones que están sometidos los
elementos de esa repartición. Las reglas de formación son condiciones de
existencia (pero también de coexistencia, de conservación, de modificación y de
desaparición) en una repartición discursiva determinada.
III EL ENUNCIADO Y EL ARCHIVO – LA DESCRIPCIÓN DE LOS ENUNCIADOS
Volver a la definición del enunciado. No se podía volver sobre mis pasos,
me he dado cuenta de que no podía definir el enunciado como una unidad de tipo
lingüístico (superior al fenómeno y a la palabra, inferior al texto); sino que
se trataba más bien de una función enunciativa, que ponía en juego unidades
diversas (estas pueden coincidir con frases, proposiciones, fragmentos de
frases, series de signos); y esta función, en lugar de dar un sentido a esas
unidades, las pone en relación con un campo de objetos; en lugar de conferirles
un sujeto, le abre un conjunto de posiciones subjetivas posibles; en lugar de
fijar sus límites, las coloca en un dominio de cordinación y de coexistencia;
en lugar de determinar su identidad, las aloja en un espacio en el que son
aprehendidas, utilizadas y repetidas. En una palabra, lo que se ha descubierto,
no es el enunciado atómico, sino el campo de ejercicio de la función
enunciativa y las condiciones según las cuales hace esta aparecer unidades
diversas.
¿Qué hay que entender en adelante por la tarea de describir enunciados?
Actuación verbal o lingüística. Todo conjunto de signos efectivamente
producidos a partir de una lengua natural. Formulación es el acto
individual que hace aparecer ese grupo de signos, la formulación del
acontecimiento. Se llamará frase o proposición las unidades que la
gramática o la lógica pueden reconocer en un conjunto de signos. Se llamará enunciado
la modalidad de existencia propia de este conjunto de signos: modalidad que le
permite ser algo más que una serie de trazos, en relación con un dominio de
objetos, prescribir una posición definida a todo sujeto posible, estar situado
entre otras actuaciones verbales, estar dotado en fin, de una materialidad
repetible. En cuanto al término discurso, está constituido por un
conjunto de secuencias de signos, en tanto que éstas son enunciados, es
decir, en tanto que se les puede asignar modalidades particulares de
existencia. La ley de semejante serie es lo que se ha llamado formación
discursiva y funciona como principio de dispersión y repartición de los
enunciados, el término de discurso podrá quedar fijado así: conjunto de
los enunciados que dependen de un mismo sistema de formación, y así se podrá
hablar de diferentes tipos de discurso.
Describir un enunciado equivale a definir las condiciones en que se ha
ejercido la función que ha dado una serie de signos una existencia, y una
existencia específica. Existencia que la hace aparecer como otra cosa que un
puro rastro, sino más bien como relación
con un domino de objetos; como juego de posiciones posibles para un sujeto;
como elemento en un campo de coexistencia, como materialidad repetible. La
descripción de los enunciados se dirige,
a las condiciones de existencia de los diferentes conjuntos significantes. No
se trata de descubrir lo oculto detrás de las actuaciones verbales.
El enunciado es a la vez no visible y no oculto. No oculto ya que
caracteriza las modalidades de existencia propias de conjuntos de signos
efectivamente producidos. El análisis enunciativo no puede jamás ejercerse sino
cobre cosas dichas, sobre frases que han sido realmente pronunciadas o
escritas, sobre elementos significantes que han sido trazados o articulados, y
más precisamente sobre esa singularidad que los hace existir, los ofrece a la
mirada, a la lectura, a una reactivación eventual, a mil usos o transformaciones
posibles. No puede concernir sino a actuaciones verbales realizadas, ya que las
analiza al nivel de su existencia: descripción de las cosas dichas, en tanto
precisamente que han sido dichas. El análisis enunciativo es, pues, un análisis
histórico, pero que se desarrolla fuera de toda interpretación: a las cosas
dichas no se les pregunta lo que ocultan, sino sobre qué modo existen, lo que
es para ellas haber sido manifestadas, haber dejado rastros y quizás permanecer
ahí, para una reutilización eventual; lo que es para ellas haber a parecido, y
ninguna otra en su lugar; aquello a lo que nos dirigimos es a lo manifiesto del
lenguaje efectivo.
No porque el enunciado no esté escondido ha de ser visible; no se ofrece a
la percepción, como portador manifiesto de sus límites y de sus caracteres. Es
precisa cierta conversión de la mirada y de la actitud para poder reconocerlo y
considerarlo en sí mismo. Quizás es demasiado conocido que se esquiva sin
cesar; el nivel enunciativo se esboza en su misma proximidad.
Hay para ello varias razones. La primera se ha expuesto ya: el
enunciado no es una unidad marginal –encima o debajo- de las frases o de las
proposiciones; está siempre involucrado en unidades de ese género, o incluso en
secuencias de signos que no obedecen a sus leyes; caracteriza el hecho mismo de
que están dadas y la manera en que lo están. Posee la cuasi invisibilidad del
“hay”. Otra razón ese que el lenguaje remite siempre a otra cosa, está
vaciado por la ausencia. Se trata de suspender, en el examen del lenguaje, no
solo el punto de vista del sdo sino el del ste, para hacer aparecer el hecho de
que, aquí y allá –en relación con dominios de objetos y sujetos posibles, en
relación con otras formulaciones y reutilizaciones posibles-, hay lenguaje. La última
razón de esta cuasi invisibilidad del enunciado es que está supuesto por todos
los análisis del lenguaje sin que tengan que ponerlo en evidencia. Para que el
lenguaje pueda ser tomado como objeto, es preciso que exista un dato
enunciativo, que será siempre determinado y no infinito: el análisis de una
lengua se efectúa sobre un corpus de palabras y de textos. Considerar los
enunciados en sí mismos no será buscar, más allá de todos esos análisis y a un
nivel más profundo, cierto secreto o cierta raíz del lenguaje que estos habrían
omitido. Es tratar de hacer visible, y analizable, esa tan próxima
transparencia que constituye el elemento de su posibilidad.
Ni oculto ni visible, el nivel enunciativo está en el límite del lenguaje:
no hay, en él, un conjunto de caracteres que se darían a la experiencia
inmediata; pero tampoco hay un resto enigmático y silencioso que no manifiesta.
Define la modalidad de su aparición: su periferia más que su organización
interna, su superficie más que su contenido.
¿Cómo puede esta teoría del enunciado ajustarse al análisis de las
formaciones discursivas que había sido esbozado sin ella? Al examinar el
enunciado, lo que se ha descubierto es una función que se apoya sobre conjuntos
de signos que no se identifica ni con la aceptabilidad gramatical ni con la
corrección lógica, y que requiere para ejercerse: un referencial (principio de
diferenciación); un sujeto (no la conciencia parlante, no el autor de la
formulación, sino una posición que puede ser ocupada); un campo asociado (un
dominio de coexistencia para otros enunciados); una materialidad (un estatuto,
unas posibilidades de uso o de reutilización). Ahora bien, lo que se ha
descrito con el nombre de formación discursiva son en sentido estricto grupos
de enunciados. Conjuntos de actuaciones verbales que no están ligadas entre sí
al nivel de las frases por lazos gramaticales; que no están ligadas entre sí,
al nivel de las proposiciones por lazos lógicos; ni por lzos psicológicos, pero
que están ligadas al nivel de los enunciados. Lo cual implica que se pueda
definir el régimen general al que obedecen sus objetos, la forma de dispersión,
el sistema de sus referenciales. Lo cual implica que se pueda definir el
régimen general al que está sometido el estatuto de esos enunciados, la manera
en que están institucionalizados, recibidos, empleados, combinados, convertidos
en objetos de apropiación, en elementos para una estrategia.
Las cuatro direcciones en las cuales se analiza (formación de los objetos,
formación de las posiciones subjetivas, formación de los conceptos, formación
de las elecciones estratégicas) corresponden a los cuatro dominios en que se
ejerce la función enunciativa. Y si las formaciones discursivas son libres de
retórica, deducción, la obra, es porque ponen en juego el nivel enunciativo con
las regularidades que lo caracterizan, y no el nivel gramatical de las frases,
o el lógico de las proposiciones, o el psicológico de la formulación.
A partir de ahí es posible adelantar cierto número de proposiciones que
están en el corazón de todos esos análisis.
- Se puede decir que la localización de las formaciones discursivas, independientemente de los demás principios de unificación posible, saca a la luz el nivel específico del enunciado y conduce a la individualización de las formaciones discursivas.
- Un enunciado pertenece a una formación discursiva, la regularidad de los enunciados está definida por la misma formación. Su dependencia y su ley no son más que una sola cosa.
- Se llamará discurso a un conjunto de enunciados en tanto que dependan de la misma formación discursiva; no forma una unidad retórica o formal, indefinidamente repetible y cuya aparición o utilización en la historia podría señalarse; está constituido por un número limitado de enunciados para los cuales puede definirse un conjunto de condiciones de existencia. El discurso entendido así no es una forma ideal e intemporal que tuviese además una historia; es, de parte a parte, histórico: fragmento de historia, unidad, discontinuidad en la historia misma, en medio de las complicaciones del tiempo.
- Lo que se llama práctica discursiva puede ser precisado ahora. No es operación expresiva. Es un conjunto de reglas anónimas, históricas, siempre determinadas en el tiempo y el espacio que han definido en una época dada, y para un ñarea social, económica, geográfica o lingüística dada, las condiciones de ejercicio de la función enunciativa.
IV RAREZA, EXTERIORIDAD, ACUMULACIÓN
El análisis de los enunciados y de las formaciones discursiva abre una
dirección por completo opuesta: quiere determinar el principio según el cual
han podido aparecer los únicos conjuntos significantes que han sido enunciados.
Trata de establecer una ley de rareza, tarea esta que comporta varios aspectos:
-
Reposa
sobre el principio de que jamás se ha dicho todo. En relación con lo que
hubiera podido ser enunciado en una lengua natural. La formación discursiva
aparece a la vez como principio de escansión en el entrecruzamiento de los
discursos y principio de vacuidad en el campo del lenguaje.
-
Se
estudian los enunciados en el límite que los enunciados separan de lo que no se
ha dicho, en la instancia que lo hace surgir con exclusión de todos los demás.
Se trata de definir un sistema limitado de presencias. La formación discursiva es una repartición de lenguas, de vacíos, de
ausencias, de límites, de recortes.
-
Sin
embargo no se vinculan esas exclusiones a una represión. Se analizan los
enunciados como ocupando la línea de emergencia posible. El dominio está todo
entero en su propia superficie y no hay texto debajo.
-
Esa
rareza de los enunciados, la forma llena de lagunas y de mellas del campo
enunciativo, el hecho de que pocas cosas pueden ser dichas, explican que los
enunciados no sean, como el aire que respiramos, una transparencia infinita,
cosas que se transmiten y se conservan, que tienen un valor y que tratamos de
apropiarnos; cosas para las cuales se disponen circuitos preestablecidos y a
las que se confiere el estatuto en la institución. Los enunciados son raros, se
los recoge en totalidades que los unifican, y se multiplican los sentidos que
habitan cada uno de ellos.
El análisis de las formaciones discursivas se vuelve hacia esa misma
rareza. Analizar una formación discursiva, es buscar la ley de una posible
pobreza enunciativa. El discurso aparece como un bien finito, limitado,
deseable, útil, que tiene sus reglas de aparición, pero también sus condiciones
de apropiación y de empleo, un bien que plantea, por consiguiente, desde su
existencia la cuestión del poder; un bien que es, por naturaleza, el objeto de
una lucha, y de una lucha política.
Otro rasgo característico: el análisis de los enunciados los trata en la
forma sistemática de su exterioridad. De lo que se trata es de volver a
encontrar en ese exterior en el que se reparten en su relativa rareza, en su
vecindad llena de lagunas, en su espacio desplegado, los acontecimientos
enunciativos.
-
Esta
tarea supone que el campo de los enunciados se acepte como el lugar de los
acontecimientos, regularidades, entradas en relación, modificaciones
determinadas, transformaciones sistemáticas; que se le trate no como resultado
o rastro de otra cosa, sino como un dominio práctico que es autónomo y que se
puede describir a su propio nivel.
-
Supone
también que ese dominio enunciativo no esté referido ni a un sujeto individual,
ni a algo así como una conciencia colectiva, sino que se le describa como un
campo anónimo cuya configuración define el lugar posible de los sujetos
parlantes. Reconocer en las diferentes formas de la subjetividad parlante efectos
propios del campo enunciativo.
-
Supone
por consiguiente que el campo de os enunciados no obedece a la temporalidad de
la conciencia como a su modelo necesario. El tiempo de los discursos no es la
traducción, en una cronología visible del tiempo oscuro del pensamiento.
El análisis de los enunciados se efectúa pues sin referencia a cogito. No
plantea la cuestión del que habla. Se sitúa al nivel del se dice. Está enredado
necesariamente en el juego de una exterioridad.
Tercer rasgo del análisis enunciativo. El de dirigirse a formas específicas
de acumulación que no pueden identificarse ni con una interiorización en la
forma del recuerdo ni con una totalización indiferente de los documentos. Los
cuatro términos: lectura-rastro-desciframiento-memoria, definen el sistema que
permite, con el hábito, arrancar el discurso pasado a su inercia y volver a
encontrar, por un instante, algo de su vivacidad perdida. Se trata de buscar
qué modo de existencia puede caracterizar a los enunciados independientemente
de su enunciación, en el espesor del tiempo en que subsisten, se conserva,
reactivan y utilizan.
-
Supone
que los enunciados sean considerados en su remanencia que le es propia y
que no es la de la remisión siempre actualizable al acontecimiento pasado de la
formulación.
-
Este
análisis supone igualmente que se traten los enunciados en la forma de aditividad
que le es específica. En los tipos de agrupamiento entre enunciados sucesivos.
-
Supone
también que se tomen en consideración los fenómenos de recurrencia. Todo
enunciado comporta un campo de elementos antecedentes con relación a os cuales
se sitúa, pero que tiene el poder de reorganizar y de redistribuir según
relaciones nuevas.
La descripción de los enunciados y de las formaciones discursivas debe,
pues, liberarse de la imagen tan frecuente y tan obstinada del retorno. Trata
los enunciados en el espesor de acumulación en que son tomados y que no cesan,
sin embargo, de modificar, de inquietar, de trastornar y a veces de arruinar.
Es establecer lo que me siento inclinado a llamar una positividad. Analizar
una formación discursiva es, pues, tratar un conjunto de actuaciones verbales
al nivel de los enunciados y de la forma de positividad que los caracteriza; o
mas brevemente, es definir el tipo de positividad de un discurso.
V EL APRIORI HISTÓRICO Y EL ARCHIVO
La positividad de un discurso caracteriza su unidad a través del tiempo, y
mucho más allá de las obras individuales, de los libros y de los textos. Esta
unidad define un espacio limitado de comunicación. Espacio relativamente
restringido ya que está legos de tener la amplitud de una ciencia considerada
en todo su devenir histórico, desde su más remoto origen hasta su punto actual
de realización. Esta forma de positividad define un campo en el que pueden
eventualmente desplegarse identidades formales, continuidades temáticas,
traslaciones de conceptos, juegos polémicos. Así, la positividad desempeña el
papel de lo que podría llamarse un a priori histórico.
Se trata de liberar las condiciones de emergencia de los enunciados, la ley
de su coexistencia con otros, la forma específica de su modo de ser, los
principios según los cuales subsisten, se transforman y desaparecen. Un a
priori de una historia que está dad, ya que es la de las cosas efectivamente
dichas.
El a priori de las positividades no es solamente el sistema de una
dispersión temporal; él mismo es un conjunto transformable. Nada sería más
inexacto que concebirlo como formal, que estuviese además dotado de una
historia. El a priori formal y el histórico no son ni del mimo nivel, ni de la
misma naturaleza: si se cruzan, es porque ocupan dos dimensiones diferentes.
El dominio de los enunciados articulados así según a priori históricos, no
tiene ya ese aspecto de llanura monótona. Se trata ahora de un volumen
complejo, en el que se diferencian regiones heterogéneas, y en el que se
despliegan unas prácticas que no pueden superponerse. Se tiene, en el espesor
de las prácticas discursivas, sistemas que instauran los enunciados como
acontecimientos y cosas. Son todos esos sistemas de enunciados lo que propongo
llamar archivo. El archivo es en primer lugar, la ley de lo que puede
ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como
acontecimientos singulares. Es lo que hace que todas esas cosas dichas se
agrupen en figuras distintas, se
compongan las unas con las otras según relaciones múltiples, se mantengan o se
esfumen según regularidades específicas. Es lo que define desde el comienzo el
sistema de su enunciabilidad en a raíz del enunciado-acontecimiento. Es lo que
diferencia los discursos en su existencia múltiple y los especifica en su
duración propia.
El archivo define un nivel particular: el de una práctica que hace surgir
una multiplicidad de enunciados como otros tantos acontecimientos regulares;
entre la tradición y el olvido, hace aparecer las reglas de una práctica que
permite a la vez a los enunciados subsistir y modificarse. Es el sistema
general de la formación y de la transformación de los enunciados. Es en el
interior de sus reglas donde hablamos. No es descriptible y es incontrolable en
su actualidad.
La descripción del archivo despliega sus posibilidades a partir de los
discursos que acaban de cesar precisamente de ser los nuestros. Comienza con el
exterior de nuestro propio lenguaje; su lugar es al margen de nuestras propias
prácticas discursivas.
La actualización jamás acabada, jamás íntegramente adquirida del archivo,
forma el horizonte general al cual
pertenecen la descripción de las formaciones discursivas, el análisis de las positividades,
la fijación del campo enunciativo. El derecho de las palabras autoriza, a dar a
todas estas investigaciones el título de arqueología. Designa el tema
general de una descripción que interroga lo ya dicho al nive de su existencia:
de su función enunciativa, de la formación discursiva a la que pertenece, del
sistema general de archivo de que depende. La arqueología describe los
discursos como prácticas especificadas en el elemento del archivo.
IV LA DESCRIPCIÓN ARQUEOLÓGICA
- Arqueología e historia de las ideas
El punto de partida[2]
fue la escansión del discurso según grandes unidades que no eran las de las
obras, de los autores, de los libros, o de los temas. He aquí que con el solo
fin de establecerlas he puesto sobre el telar toda una serie de nociones
(formaciones discursivas, positividad, archivo), he definido un dominio (los
enunciados, el campo enunciativo, las prácticas discursivas), he tratado de
hacer surgir la especificidad de un método que no fuese ni formalizador ni
interpretativo.
La descripción arqueológica es precisamente el abandono de la historia de las ideas, rechazo sistemático de sus
postulados y de sus procedimientos, tentativa para hacer una historia distinta
de lo que los hombres han dicho. Entre el análisis arqueológico e historia de
las ideas, son numerosos los puntos de desacuerdo. Trataré de establecer 4
diferencias.
- La arqueología pretende definir no los pensamientos, las representaciones, las imágenes, los temas, las obsesiones que se ocultan o se manifiestan en los discursos, sino esos mismos discursos, esos discursos en tanto que prácticas que obedecen a unas reglas. No trata el discurso como documento, como signo de otra cosa, como elemento que debería ser transparente pero cuya opacidad importuna hay que atravesar; se dirige al discurso en su volumen propio a título de monumento. No es una disciplina interpretativa: no busca otro discurso más escondido. Se niega a ser alegórica.
- Su problema es definir los discursos en su especificidad: mostrar en qué el juego de las que ponen en obra es irreductible a cualquier otro; seguirlos a lo largo de sus aristas exteriores y para subrayarlos mejor.
- Define unos tipos y unas reglas de prácticas discursivas que atraviesan unas obras individuales, que a veces las gobiernan por entero y lsa dominan sin que se les escape nada; pero que a veces también solo rigen una parte. La instancia del sujeto creador, en tanto que razón de ser de una obra y principio de su unidad le es ajena.
- No es nada más y ninguna cosa que una reescritura, es decir en la forma mantenida de la exterioridad, una transformación pautada de lo que ha sido y ha escrito. no es la vuelta al secreto mismo del origen, es la descripción sistemática de un discurso objeto.
Foucault, M.: El orden del Discurso
Yo supongo que en toda sociedad la producción del discurso está a la vez
controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos
que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el
acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad.
Son bien conocidos los procedimientos de exclusión, lo prohibido.
El discurso, por más que en apariencia sea poca cosa, las prohibiciones
recaen sobre él, revelan muy pronto, rápidamente su vinculación con el deseo y
con el poder. Y esto no tiene nada de extraño: ya que el discurso no es
simplemente lo que manifiesta el deseo; es también lo que es el objeto del
deseo, aquello por lo que, y por medio de lo cual, se lucha, aquel poder del
que quiere uno adueñarse.
Existe en nuestra sociedad otro principio de exclusión: no se trata ya de
una prohibición sino de una separación y un rechazo. Pienso en la oposición
razón/locura.
Y la oposición entre lo verdadero y lo falso. Ciertamente si uno se sitúa
al nivel de una proposición, en el interior de un discurso, la separación entre
lo verdadero y lo falso no es ni arbitraria, ni modificable, ni institucional,
ni violenta. Pero si uno se plantea la cuestión de saber cuál ha sido y cual es
constantemente, a través de nuestros discursos, esa voluntad de verdad que ha
atravesado nuestra historia, o cuál es su forma general, es entonces cuando se
ve dibujarse un sistema de exclusión.
El discurso verdadero era el discurso pronunciado por quien tenía el
derecho y según el ritual requerido. Luego se desplazó al acto ritualizado. Y
esto no ha cesado de desplazarse. Las grandes mutaciones científicas quizás
pueden a veces leerse como la aparición de formas nuevas de la voluntad de
verdad. En los SXVI apareció una voluntad de saber que dibujaba planes de
objetos e imponía al sujeto conocedor una
cierta posición, una cierta posición, una cierta forma de mirar y una
cierta función, una voluntad de saber
que prescribía el nivel técnico del que los conocimientos debían investirse
para ser verificables y útiles.
Todo ocurre como si a partir de la gran separación platónica, la voluntad
de saber tuviera su propia historia, que no es la de las verdades coactivas:
historia de los planes de objetos por concer, historia de las funciones y
posiciones del sujeto conocedor, historia de las posiciones del sujeto
conocedor.
Esta voluntad se apoya en un soporte institucional: está a la vez reforzada
y acompañada por una densa serie de prácticas como la pedagogía, como el
sistema de libros, la edición, las bibliotecas, las sociedades de sabios de
antaño, los laboratorios actuales. Pero es acompañada también, más
profundamente sin duda, por la forma que tiene el saber de ponerse en práctica
en una sociedad, en la que es valorizado, distribuido, repartido, y en cierta
forma atribuido.
Finalmente creo que esta voluntad de verdad basada en un soporte y una
distribución institucional, tiende a ejercer sobre los otros discursos una
especie de presión y como un poder de coacción
De los tres grandes sistemas de exclusión que afectan al discurso, la
palabra prohibida, la separación de la locura y la voluntad de verdad, es del
tercero del que he hablado más extensamente. Y el motivo es, porque, desde hace
siglos, no han cesado los primeros de derivar hacia él. Si el discurso verdadero
no es ya más, en efecto, el que responde a l deseo o el que ejerce el poder;
¿Qué es lo que está en juego sino el discurso y el poder? El discurso
verdadero, que la necesidad de su form exime del deseo y libera del poder, no
puede reconocer la voluntad de verdad que le atraviesa; y la voluntad, esa que
se nos ha impuesto desde hace mucho tiempo, es de tal manera que la verdad que
quiere no puede no enmascararla.
Existen otros muchos procedimientos de control y delimitación del discurso.
Esos a los que he aludido antes se ejercen en cierta manera desde el exterior;
funcionan como sistemas de exclusión; conciernen sin duda la parte del discurso
que pone en juego el poder y el deseo.
Creo que se puede también aislar otro grupo. Procedimientos internos, puesto
que son los discursos mismos lo que ejercen su propio control;
En primer lugar el comentario. Puede sospecharse que hay regularmente en
las sociedades una especie de nivelación entre discursos: los discursos quue se
dicen en el curso de los días y de las conversaciones, y que desaparecen con el
acto mismo que los ha pronunciado. Y los discursos que están en el origen de un
cierto número de actos nuevos de palabras, que los reanudan, los transforman o
hablan de ellos, en resumen, discursos que indefinidamente, más allá de su
formulación, son dichos, permanecen dichos, y están todavía por decir. Los
conocemos en nuestro sistema de cultura.
Por el momento quisiera limitarme a decir que en lo que se llama
globalmente un comentario, el desfase entre el primer y el segundo texto juega
cometidos que son solidarios. De una parte permite construir nuevos discursos:
el deslome del primer texto, su permanencia, su estatuto de discurso siempre
reactualizable, el sentido múltiple u oculto del cual parece poseedor funda una
posibilidad abierta para hablar. Pero, por otra parte, el comentario no tiene
por cometido, cualesquiera que sean las técnicas utilizadas, más que decir por
fin lo que estaba articulado silenciosamente allá lejos.
Lo nuevo no está en lo que se dice, sino en el acontecimiento de su
entorno.
Creo que existe otro principio de enrarecimiento de un discurso. Se refiere
al autor. Al autor no considerado como el individuo que habla, sino al autor
como principio de agrupación de discurso, como unidad y origen de sus
significaciones, como foco de su coherencia.
Sería necesario también reconocer en las disciplinas otro principio de
limitación. Se oponen tanto al principio del comentario como del autor. En e
interior de sus límites, cada disclina reconoce proposiciones verdaderas y
falsas; pero rechaza, al otro lado de sus márgenes, teratología del saber. La
disciplina es un principio de control del discurso. Ella le fija sus límites
por el juego de una identidad que tiene la forma de una reactualización permanente
de las reglas. Y es probable que no se pueda dar cuenta de su papel positivo y
multiplicador, sino se toma en consideración su función restrictiva y coactiva.
Existe, creo, un tercer grupo de procedimientos que permite el control de
los discursos. Se trata de determinar las condiciones de su utilización, de
imponer a los individuos que lo dicen un cierto número de reglas y no permitir
de esta forma el acceso a ellos, a todo el mundo. Enrarecimiento, esta vez, de
los sujetos que hablan, nadie entrará en el orden del discurso sino satisface
ciertas exigencias y si no está, de entrada, calificado para hacerlo. Más
preciso: todas las regiones del discurso no están igualmente abiertas y
penetrables. Algunas están altamente defendidas (diferenciadas y diferenciantes)
mientras que otras aparecen casi abiertas a todos los vientos y se ponen sin
restricción previa a disposición de cualquier sujeto que hable.
El intercambio y la comunicación son figuras positivas que juegan en el
interior de sistemas complejos de restricción; y, sin duda, no sabrían
funcionar independientemente de estos.
La forma más superficial y más visible de estos sistemas de restricción
la constituye lo que se puede reagrupar bajo el nombre de ritual; el ritual
define la cualificación que deben poseer los individuos que hablan, define los
gestos, los comportamientos, las circunstancias, y todo el conjunto de signos
que deben acompañar el discurso; los discursos no son disociables de esa puesta
en escena de un ritual que determina a la vez para los sujetos que hablan las
propiedades singulares y los papeles convencionales.
Un funcionamiento en parte diferente tienen las sociedades de discursos,
cuyo cometido es conservar o producir discursos, pero para hacerlos circular en
un espacio cerrado, según reglas estrictas y sin que los detentadores sean
desposeídos de la función de distribución. Implicaba entrar en un grupo y en un
secreto, que la recitación manifestaba pero no divulgaba.
A primera vista las doctrinas constituyen el inverso de una sociedad de
discurso. Tiende a la difusión; y es por la aprehensión en común de un solo y
mismo conjunto de discursos como individuos, tan numerosos como se quiera
imaginar, definen su dependencia recíproca. Vincula a los individuos a cierto
tipo de enunciación y como consecuencia les prohíbe cualquier otro. Pero se
sirve de ciertos tipos de enunciación para vincular a los individuos entre
ellos. La doctrina eectúa una doble sumisión: la de los sujetos que hablan a
los discursos, y la de los discursos al grupo, cuando menos virtual, de los
individuos que hablan.
Finalmente se hace necesario reconocer grandes hendiduras en lo que podría
llamarse la adecuación social del discurso. La educación sigue en su
distribución, las líneas que le vienen marcadas por las distancias, las
oposiciones y las luchas sociales. Todo sistema de educación es una forma
política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los
saberes y los poderes que implican.
Digamos en pocas palabras que esos son los grandes procedimientos de
sumisión del discurso ¿Qué es un sistema de enseñanza sino una ritualización
del habla; sino una cualificación y una fijación de las funciones para los
sujetos que hablan; sino la constitución de un grupo doctrinal cuando menos
difuso; sino una distribución y una adecuación del discurso con sus poderes y
saberes?
Parece que el pensamiento occidental haya velado para que en el discurso
haya el menor espacio posible entre el pensamiento y el habla; parece que haya
velado para que discurrir aparezca únicamente como una cierta aportación entre
el pensar y el hablar; de esto resultaría un pensamiento revestido de sus
signos y hecho visible por palabras, o inversamente, de eso resultarían las
mismas estructuras de la lengua utilizadas y produciendo un efecto de sentido.
Esta antigua elisión de la realidad del discurso en el pensamiento
filosófico ha tomado bastantes formas en el curso de la historia. Recientemente
ha vuelto a aparecer bajo el aspecto de varios temas que nos resultan familiares.
Pudiera darse que el tema del sujeto fundador permitiese elidir la realidad
del discurso. En su relación con el sentido, dispone signos, marcas, indicios,
letras. Pero no tiene necesidad para manifestarlos de pasar por la instancia
singular del discurso. Es él quien funda horizontes de significaciones que la
historia no tendrá más que explicitar.
El tema de la experiencia originaria juega un papel análogo. Supone que
antes de la posibilidad de cualquier cogito, significaciones previas, recorrían
el mundo, lo disponían alrededor nuestro y daban acceso desde el comienzo a una
especie de primitivo reconocimiento. Las cosas murmuran ya un sentido que
nuestro leguaje no tiene más que hacer brotar; y este lenguaje, desde su más
rudimentario proyecto, nos hablaba ya de un ser del que él como la nervadura.
El tema de la mediación universal es una forma de elidir la realidad del
discurso. El discurso no es apenas más que la reverberación de una verdad
naciendo ante sus propios ojos; y cuando todo puede finalmente tomar la forma
del discurso, cuando todo puede decirse , es porque todas las cosas, habiendo
manifestado e intercambiado sus sentidos, pueden volverse a la interioridad
silenciosa de la conciencia de sí.
Bien sea pues en una filosofía del sujeto fundador, de la experiencia
original, de la mediación universal, el discurso no es más que un juego, de
escritura en el primer caso, de lectura en el segundo, de intercambio en el
tercero. Y estos intercambios, lecturas, escrituras no ponen nunca nada más en
juego que los signos. El discurso se anula así, en su realidad, sitándose en el
orden del significante.
Hay en nuestra civilización una veneración del discurso, una logofilia. Todo
pasa como si prohibiciones, barreras, umbrales, límites, se dispusieran de manera
que domine, al menos en parte, la gran proliferación del discurso. Y si se
quiere analizarlo (el temor por los discursos) en sus condiciones, en su juego,
y sus efectos, es necesario, reducirse a tres decisiones a las cuales nuestro
pensamiento, actualmente, se resiste un poco, y que corresponden a los tres
grupos de funciones que acabo de evocar: poner en duda nuestra voluntad de
verdad; restituir al discurso su carácter de acontecimiento, levantar
finalmente la soberanía del significante.
Se pueden en seguida señalar ciertas exigencias de método que traen
consigo. Primero un principio de trastrocamiento: se hace necesario
reconocer el juego negativo de un corte y de un enrarecimiento del discurso. Un
principio de discontinuidad: los discursos deben ser tratado como
prácticas discontinuas que se cruzan, a veces se yuxtaponen, pero que también
se ignoran o se excluyen. Un principio de especificidad: es necesario
concebir el discurso como una violencia
que hacemos a las cosas, como una
práctica que les imponemos. Regla de exterioridad: partir del discurso,
de su aparición y de su regularidad. Ir hacia sus condiciones externas de
posibilidad, hacia lo que da motivo a la serie aleatoria de esos
acontecimientos y que fija los límites.
Son cuatro nociones que deben servir de principio regulador en el análisis:
la del acontecimiento, la condición posibilidad, la serie, la regularidad.
Término a término se oponen: el acontecimiento a la creación, la serie a la
unidad, la regularidad a la originalidad y la condición de posibilidad a la
significación.
Si los discursos deben tratarse como conjuntos de acontecimientos
discursivos ¿Qué estatuto darle a esta noción de acontecimiento que tan
raramente fue tomada en consideración por los filósofos? Claro está que el acontecimiento
no es ni una sustancia, ni accidente, ni calidad, ni proceso; el acontecimiento
no pertenece al orden de los cuerpos. Y sin embargo no es inmaterial; es a
nivel de la materialidad cómo cobra siempre efecto y, como es efecto, tiene su
sitio, y consiste en la relación, la coexistencia, la dispersión, la
intersección, la acumulación, la selección de elementos materiales; no es el
acto ni la propiedad del cuerpo; se produce como efecto de y en una dispersión
material. Digamos que la filosofía del acontecimiento debería avanzar en la
dirección paradójica, a primera vista, de un materialismo de lo incorporal.
Si los acontecimientos discursivos deben tratarse según series homogéneas,
pero discontinuas unas con relación a otras ¿Qué estatuto es necesario dar a
ese discontinuo? Se trata de cesuras que rompen el instante y dispersan el
sujeto en una pluralidad de posibles posiciones y funciones. Una discontinuidad
tal que golpetea e invalida las menores unidades tradicionalmente reconocidas o
al menos fácilmente puestas en duda: el instante y el sujeto. Es necesario
elaborar una teoría de las sistematicidades discontinuas. Finalmente si es
verdad que esas series dicursivas y discontinuas tienen, entre ciertos límites,
su regularidad, sin duda ya no es posible establecer, entre los elementos que
las constituyen, vínculos de causalidad mecánica o de necesidad ideal. Es
necesario aceptar la introducción del azar como categoría en la producción de
los acontecimientos.
De modo que el diminuto desfase que se pretende utilizar en la historia de
las ideas y que consiste en tratar, no las representaciones que puede haber
detrás de los discursos, sino los discursos como series regulares y distintas
de acontecimientos, este diminuto desfase, temo reconocer en él algo así como
una pequeña maquinaria quee permite introducir en la misma raíz del
pensamiento, el azar, el discontinuo y la materialidad. Triple peligo que una
cierta forma de historia pretende conjurar refiriendo el desarrollo continuo de
una necesidad ideal. Tres nociones que deberían permitir vincular a la práctica
de los historiadores, la historia de los sistemas de pensamiento. Tres
direcciones que deberá seguir el trabajo de elaboración teórica.
Los análisis que me propongo hacer se disponen según dos conjuntos. El
crítico, que utiliza el principio de trastocamiento, pretende acercar las
formas de exclusión, de delimitación, de apropiación; muestra cómo se han
formado, para responder a qué necesidades, cómo se han modificado y desplazado,
que coacción han ejercido efectivamente, en qué medida se han alterado. Por
otra parte, el conjunto genealógico que utiliza los otros tres principios: cómo
se han formado, por medio, a pesar o con el apoyo de esos sistemas de coacción,
de las series de los discursos; cuál ha sido la norma específica de cada una, y
cuáles sus condiciones de aparición, de crecimiento, de variación.