Yo supongo que en toda sociedad la producción del discurso está a la vez
controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos
que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el
acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad.
Son bien conocidos los procedimientos de exclusión, lo prohibido.
El discurso, por más que en apariencia sea poca cosa, las prohibiciones
recaen sobre él, revelan muy pronto, rápidamente su vinculación con el deseo y
con el poder. Y esto no tiene nada de extraño: ya que el discurso no es
simplemente lo que manifiesta el deseo; es también lo que es el objeto del
deseo, aquello por lo que, y por medio de lo cual, se lucha, aquel poder del
que quiere uno adueñarse.
Existe en nuestra sociedad otro principio de exclusión: no se trata ya de
una prohibición sino de una separación y un rechazo. Pienso en la oposición
razón/locura.
Y la oposición entre lo verdadero y lo falso. Ciertamente si uno se sitúa
al nivel de una proposición, en el interior de un discurso, la separación entre
lo verdadero y lo falso no es ni arbitraria, ni modificable, ni institucional,
ni violenta. Pero si uno se plantea la cuestión de saber cuál ha sido y cual es
constantemente, a través de nuestros discursos, esa voluntad de verdad que ha
atravesado nuestra historia, o cuál es su forma general, es entonces cuando se
ve dibujarse un sistema de exclusión.
El discurso verdadero era el discurso pronunciado por quien tenía el
derecho y según el ritual requerido. Luego se desplazó al acto ritualizado. Y
esto no ha cesado de desplazarse. Las grandes mutaciones científicas quizás
pueden a veces leerse como la aparición de formas nuevas de la voluntad de
verdad. En los SXVI apareció una voluntad de saber que dibujaba planes de
objetos e imponía al sujeto conocedor una
cierta posición, una cierta posición, una cierta forma de mirar y una
cierta función, una voluntad de saber
que prescribía el nivel técnico del que los conocimientos debían investirse
para ser verificables y útiles.
Todo ocurre como si a partir de la gran separación platónica, la voluntad
de saber tuviera su propia historia, que no es la de las verdades coactivas:
historia de los planes de objetos por concer, historia de las funciones y
posiciones del sujeto conocedor, historia de las posiciones del sujeto
conocedor.
Esta voluntad se apoya en un soporte institucional: está a la vez reforzada
y acompañada por una densa serie de prácticas como la pedagogía, como el
sistema de libros, la edición, las bibliotecas, las sociedades de sabios de
antaño, los laboratorios actuales. Pero es acompañada también, más
profundamente sin duda, por la forma que tiene el saber de ponerse en práctica
en una sociedad, en la que es valorizado, distribuido, repartido, y en cierta
forma atribuido.
Finalmente creo que esta voluntad de verdad basada en un soporte y una
distribución institucional, tiende a ejercer sobre los otros discursos una
especie de presión y como un poder de coacción
De los tres grandes sistemas de exclusión que afectan al discurso, la
palabra prohibida, la separación de la locura y la voluntad de verdad, es del
tercero del que he hablado más extensamente. Y el motivo es, porque, desde hace
siglos, no han cesado los primeros de derivar hacia él. Si el discurso verdadero
no es ya más, en efecto, el que responde a l deseo o el que ejerce el poder;
¿Qué es lo que está en juego sino el discurso y el poder? El discurso
verdadero, que la necesidad de su form exime del deseo y libera del poder, no
puede reconocer la voluntad de verdad que le atraviesa; y la voluntad, esa que
se nos ha impuesto desde hace mucho tiempo, es de tal manera que la verdad que
quiere no puede no enmascararla.
Existen otros muchos procedimientos de control y delimitación del discurso.
Esos a los que he aludido antes se ejercen en cierta manera desde el exterior;
funcionan como sistemas de exclusión; conciernen sin duda la parte del discurso
que pone en juego el poder y el deseo.
Creo que se puede también aislar otro grupo. Procedimientos internos, puesto
que son los discursos mismos lo que ejercen su propio control;
En primer lugar el comentario. Puede sospecharse que hay regularmente en
las sociedades una especie de nivelación entre discursos: los discursos quue se
dicen en el curso de los días y de las conversaciones, y que desaparecen con el
acto mismo que los ha pronunciado. Y los discursos que están en el origen de un
cierto número de actos nuevos de palabras, que los reanudan, los transforman o
hablan de ellos, en resumen, discursos que indefinidamente, más allá de su
formulación, son dichos, permanecen dichos, y están todavía por decir. Los
conocemos en nuestro sistema de cultura.
Por el momento quisiera limitarme a decir que en lo que se llama
globalmente un comentario, el desfase entre el primer y el segundo texto juega
cometidos que son solidarios. De una parte permite construir nuevos discursos:
el deslome del primer texto, su permanencia, su estatuto de discurso siempre
reactualizable, el sentido múltiple u oculto del cual parece poseedor funda una
posibilidad abierta para hablar. Pero, por otra parte, el comentario no tiene
por cometido, cualesquiera que sean las técnicas utilizadas, más que decir por
fin lo que estaba articulado silenciosamente allá lejos.
Lo nuevo no está en lo que se dice, sino en el acontecimiento de su
entorno.
Creo que existe otro principio de enrarecimiento de un discurso. Se refiere
al autor. Al autor no considerado como el individuo que habla, sino al autor
como principio de agrupación de discurso, como unidad y origen de sus
significaciones, como foco de su coherencia.
Sería necesario también reconocer en las disciplinas otro principio de
limitación. Se oponen tanto al principio del comentario como del autor. En e
interior de sus límites, cada disclina reconoce proposiciones verdaderas y
falsas; pero rechaza, al otro lado de sus márgenes, teratología del saber. La
disciplina es un principio de control del discurso. Ella le fija sus límites
por el juego de una identidad que tiene la forma de una reactualización permanente
de las reglas. Y es probable que no se pueda dar cuenta de su papel positivo y
multiplicador, sino se toma en consideración su función restrictiva y coactiva.
Existe, creo, un tercer grupo de procedimientos que permite el control de
los discursos. Se trata de determinar las condiciones de su utilización, de
imponer a los individuos que lo dicen un cierto número de reglas y no permitir
de esta forma el acceso a ellos, a todo el mundo. Enrarecimiento, esta vez, de
los sujetos que hablan, nadie entrará en el orden del discurso sino satisface
ciertas exigencias y si no está, de entrada, calificado para hacerlo. Más
preciso: todas las regiones del discurso no están igualmente abiertas y
penetrables. Algunas están altamente defendidas (diferenciadas y diferenciantes)
mientras que otras aparecen casi abiertas a todos los vientos y se ponen sin
restricción previa a disposición de cualquier sujeto que hable.
El intercambio y la comunicación son figuras positivas que juegan en el
interior de sistemas complejos de restricción; y, sin duda, no sabrían
funcionar independientemente de estos.
La forma más superficial y más visible de estos sistemas de restricción
la constituye lo que se puede reagrupar bajo el nombre de ritual; el ritual
define la cualificación que deben poseer los individuos que hablan, define los
gestos, los comportamientos, las circunstancias, y todo el conjunto de signos
que deben acompañar el discurso; los discursos no son disociables de esa puesta
en escena de un ritual que determina a la vez para los sujetos que hablan las
propiedades singulares y los papeles convencionales.
Un funcionamiento en parte diferente tienen las sociedades de discursos,
cuyo cometido es conservar o producir discursos, pero para hacerlos circular en
un espacio cerrado, según reglas estrictas y sin que los detentadores sean
desposeídos de la función de distribución. Implicaba entrar en un grupo y en un
secreto, que la recitación manifestaba pero no divulgaba.
A primera vista las doctrinas constituyen el inverso de una sociedad de
discurso. Tiende a la difusión; y es por la aprehensión en común de un solo y
mismo conjunto de discursos como individuos, tan numerosos como se quiera
imaginar, definen su dependencia recíproca. Vincula a los individuos a cierto
tipo de enunciación y como consecuencia les prohíbe cualquier otro. Pero se
sirve de ciertos tipos de enunciación para vincular a los individuos entre
ellos. La doctrina eectúa una doble sumisión: la de los sujetos que hablan a
los discursos, y la de los discursos al grupo, cuando menos virtual, de los
individuos que hablan.
Finalmente se hace necesario reconocer grandes hendiduras en lo que podría
llamarse la adecuación social del discurso. La educación sigue en su
distribución, las líneas que le vienen marcadas por las distancias, las
oposiciones y las luchas sociales. Todo sistema de educación es una forma
política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los
saberes y los poderes que implican.
Digamos en pocas palabras que esos son los grandes procedimientos de
sumisión del discurso ¿Qué es un sistema de enseñanza sino una ritualización
del habla; sino una cualificación y una fijación de las funciones para los
sujetos que hablan; sino la constitución de un grupo doctrinal cuando menos
difuso; sino una distribución y una adecuación del discurso con sus poderes y
saberes?
Parece que el pensamiento occidental haya velado para que en el discurso
haya el menor espacio posible entre el pensamiento y el habla; parece que haya
velado para que discurrir aparezca únicamente como una cierta aportación entre
el pensar y el hablar; de esto resultaría un pensamiento revestido de sus
signos y hecho visible por palabras, o inversamente, de eso resultarían las
mismas estructuras de la lengua utilizadas y produciendo un efecto de sentido.
Esta antigua elisión de la realidad del discurso en el pensamiento
filosófico ha tomado bastantes formas en el curso de la historia. Recientemente
ha vuelto a aparecer bajo el aspecto de varios temas que nos resultan familiares.
Pudiera darse que el tema del sujeto fundador permitiese elidir la realidad
del discurso. En su relación con el sentido, dispone signos, marcas, indicios,
letras. Pero no tiene necesidad para manifestarlos de pasar por la instancia
singular del discurso. Es él quien funda horizontes de significaciones que la
historia no tendrá más que explicitar.
El tema de la experiencia originaria juega un papel análogo. Supone que
antes de la posibilidad de cualquier cogito, significaciones previas, recorrían
el mundo, lo disponían alrededor nuestro y daban acceso desde el comienzo a una
especie de primitivo reconocimiento. Las cosas murmuran ya un sentido que
nuestro leguaje no tiene más que hacer brotar; y este lenguaje, desde su más
rudimentario proyecto, nos hablaba ya de un ser del que él como la nervadura.
El tema de la mediación universal es una forma de elidir la realidad del
discurso. El discurso no es apenas más que la reverberación de una verdad
naciendo ante sus propios ojos; y cuando todo puede finalmente tomar la forma
del discurso, cuando todo puede decirse , es porque todas las cosas, habiendo
manifestado e intercambiado sus sentidos, pueden volverse a la interioridad
silenciosa de la conciencia de sí.
Bien sea pues en una filosofía del sujeto fundador, de la experiencia
original, de la mediación universal, el discurso no es más que un juego, de
escritura en el primer caso, de lectura en el segundo, de intercambio en el
tercero. Y estos intercambios, lecturas, escrituras no ponen nunca nada más en
juego que los signos. El discurso se anula así, en su realidad, sitándose en el
orden del significante.
Hay en nuestra civilización una veneración del discurso, una logofilia. Todo
pasa como si prohibiciones, barreras, umbrales, límites, se dispusieran de manera
que domine, al menos en parte, la gran proliferación del discurso. Y si se
quiere analizarlo (el temor por los discursos) en sus condiciones, en su juego,
y sus efectos, es necesario, reducirse a tres decisiones a las cuales nuestro
pensamiento, actualmente, se resiste un poco, y que corresponden a los tres
grupos de funciones que acabo de evocar: poner en duda nuestra voluntad de
verdad; restituir al discurso su carácter de acontecimiento, levantar
finalmente la soberanía del significante.
Se pueden en seguida señalar ciertas exigencias de método que traen
consigo. Primero un principio de trastrocamiento: se hace necesario
reconocer el juego negativo de un corte y de un enrarecimiento del discurso. Un
principio de discontinuidad: los discursos deben ser tratado como
prácticas discontinuas que se cruzan, a veces se yuxtaponen, pero que también
se ignoran o se excluyen. Un principio de especificidad: es necesario
concebir el discurso como una violencia
que hacemos a las cosas, como una
práctica que les imponemos. Regla de exterioridad: partir del discurso,
de su aparición y de su regularidad. Ir hacia sus condiciones externas de
posibilidad, hacia lo que da motivo a la serie aleatoria de esos
acontecimientos y que fija los límites.
Son cuatro nociones que deben servir de principio regulador en el análisis:
la del acontecimiento, la condición posibilidad, la serie, la regularidad.
Término a término se oponen: el acontecimiento a la creación, la serie a la
unidad, la regularidad a la originalidad y la condición de posibilidad a la
significación.
Si los discursos deben tratarse como conjuntos de acontecimientos
discursivos ¿Qué estatuto darle a esta noción de acontecimiento que tan
raramente fue tomada en consideración por los filósofos? Claro está que el acontecimiento
no es ni una sustancia, ni accidente, ni calidad, ni proceso; el acontecimiento
no pertenece al orden de los cuerpos. Y sin embargo no es inmaterial; es a
nivel de la materialidad cómo cobra siempre efecto y, como es efecto, tiene su
sitio, y consiste en la relación, la coexistencia, la dispersión, la
intersección, la acumulación, la selección de elementos materiales; no es el
acto ni la propiedad del cuerpo; se produce como efecto de y en una dispersión
material. Digamos que la filosofía del acontecimiento debería avanzar en la
dirección paradójica, a primera vista, de un materialismo de lo incorporal.
Si los acontecimientos discursivos deben tratarse según series homogéneas,
pero discontinuas unas con relación a otras ¿Qué estatuto es necesario dar a
ese discontinuo? Se trata de cesuras que rompen el instante y dispersan el
sujeto en una pluralidad de posibles posiciones y funciones. Una discontinuidad
tal que golpetea e invalida las menores unidades tradicionalmente reconocidas o
al menos fácilmente puestas en duda: el instante y el sujeto. Es necesario
elaborar una teoría de las sistematicidades discontinuas. Finalmente si es
verdad que esas series dicursivas y discontinuas tienen, entre ciertos límites,
su regularidad, sin duda ya no es posible establecer, entre los elementos que
las constituyen, vínculos de causalidad mecánica o de necesidad ideal. Es
necesario aceptar la introducción del azar como categoría en la producción de
los acontecimientos.
De modo que el diminuto desfase que se pretende utilizar en la historia de
las ideas y que consiste en tratar, no las representaciones que puede haber
detrás de los discursos, sino los discursos como series regulares y distintas
de acontecimientos, este diminuto desfase, temo reconocer en él algo así como
una pequeña maquinaria quee permite introducir en la misma raíz del
pensamiento, el azar, el discontinuo y la materialidad. Triple peligo que una
cierta forma de historia pretende conjurar refiriendo el desarrollo continuo de
una necesidad ideal. Tres nociones que deberían permitir vincular a la práctica
de los historiadores, la historia de los sistemas de pensamiento. Tres
direcciones que deberá seguir el trabajo de elaboración teórica.
Los análisis que me propongo hacer se disponen según dos conjuntos. El
crítico, que utiliza el principio de trastocamiento, pretende acercar las
formas de exclusión, de delimitación, de apropiación; muestra cómo se han
formado, para responder a qué necesidades, cómo se han modificado y desplazado,
que coacción han ejercido efectivamente, en qué medida se han alterado. Por
otra parte, el conjunto genealógico que utiliza los otros tres principios: cómo
se han formado, por medio, a pesar o con el apoyo de esos sistemas de coacción,
de las series de los discursos; cuál ha sido la norma específica de cada una, y
cuáles sus condiciones de aparición, de crecimiento, de variación.