viernes, 12 de julio de 2013

Foucault, M.: El orden del Discurso



Yo supongo que en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad.
Son bien conocidos los procedimientos de exclusión, lo prohibido.
El discurso, por más que en apariencia sea poca cosa, las prohibiciones recaen sobre él, revelan muy pronto, rápidamente su vinculación con el deseo y con el poder. Y esto no tiene nada de extraño: ya que el discurso no es simplemente lo que manifiesta el deseo; es también lo que es el objeto del deseo, aquello por lo que, y por medio de lo cual, se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse.
Existe en nuestra sociedad otro principio de exclusión: no se trata ya de una prohibición sino de una separación y un rechazo. Pienso en la oposición razón/locura.
Y la oposición entre lo verdadero y lo falso. Ciertamente si uno se sitúa al nivel de una proposición, en el interior de un discurso, la separación entre lo verdadero y lo falso no es ni arbitraria, ni modificable, ni institucional, ni violenta. Pero si uno se plantea la cuestión de saber cuál ha sido y cual es constantemente, a través de nuestros discursos, esa voluntad de verdad que ha atravesado nuestra historia, o cuál es su forma general, es entonces cuando se ve dibujarse un sistema de exclusión.
El discurso verdadero era el discurso pronunciado por quien tenía el derecho y según el ritual requerido. Luego se desplazó al acto ritualizado. Y esto no ha cesado de desplazarse. Las grandes mutaciones científicas quizás pueden a veces leerse como la aparición de formas nuevas de la voluntad de verdad. En los SXVI apareció una voluntad de saber que dibujaba planes de objetos e imponía al sujeto conocedor una  cierta posición, una cierta posición, una cierta forma de mirar y una cierta función, una voluntad de  saber que prescribía el nivel técnico del que los conocimientos debían investirse para ser verificables y útiles.
Todo ocurre como si a partir de la gran separación platónica, la voluntad de saber tuviera su propia historia, que no es la de las verdades coactivas: historia de los planes de objetos por concer, historia de las funciones y posiciones del sujeto conocedor, historia de las posiciones del sujeto conocedor.
Esta voluntad se apoya en un soporte institucional: está a la vez reforzada y acompañada por una densa serie de prácticas como la pedagogía, como el sistema de libros, la edición, las bibliotecas, las sociedades de sabios de antaño, los laboratorios actuales. Pero es acompañada también, más profundamente sin duda, por la forma que tiene el saber de ponerse en práctica en una sociedad, en la que es valorizado, distribuido, repartido, y en cierta forma atribuido.
Finalmente creo que esta voluntad de verdad basada en un soporte y una distribución institucional, tiende a ejercer sobre los otros discursos una especie de presión y como un poder de coacción
De los tres grandes sistemas de exclusión que afectan al discurso, la palabra prohibida, la separación de la locura y la voluntad de verdad, es del tercero del que he hablado más extensamente. Y el motivo es, porque, desde hace siglos, no han cesado los primeros de derivar hacia él. Si el discurso verdadero no es ya más, en efecto, el que responde a l deseo o el que ejerce el poder; ¿Qué es lo que está en juego sino el discurso y el poder? El discurso verdadero, que la necesidad de su form exime del deseo y libera del poder, no puede reconocer la voluntad de verdad que le atraviesa; y la voluntad, esa que se nos ha impuesto desde hace mucho tiempo, es de tal manera que la verdad que quiere no puede no enmascararla.
Existen otros muchos procedimientos de control y delimitación del discurso. Esos a los que he aludido antes se ejercen en cierta manera desde el exterior; funcionan como sistemas de exclusión; conciernen sin duda la parte del discurso que pone en juego el poder y el deseo.
Creo que se puede también aislar otro grupo. Procedimientos internos, puesto que son los discursos mismos lo que ejercen su propio control;
En primer lugar el comentario. Puede sospecharse que hay regularmente en las sociedades una especie de nivelación entre discursos: los discursos quue se dicen en el curso de los días y de las conversaciones, y que desaparecen con el acto mismo que los ha pronunciado. Y los discursos que están en el origen de un cierto número de actos nuevos de palabras, que los reanudan, los transforman o hablan de ellos, en resumen, discursos que indefinidamente, más allá de su formulación, son dichos, permanecen dichos, y están todavía por decir. Los conocemos en nuestro sistema de cultura.
Por el momento quisiera limitarme a decir que en lo que se llama globalmente un comentario, el desfase entre el primer y el segundo texto juega cometidos que son solidarios. De una parte permite construir nuevos discursos: el deslome del primer texto, su permanencia, su estatuto de discurso siempre reactualizable, el sentido múltiple u oculto del cual parece poseedor funda una posibilidad abierta para hablar. Pero, por otra parte, el comentario no tiene por cometido, cualesquiera que sean las técnicas utilizadas, más que decir por fin lo que estaba articulado silenciosamente allá lejos.
Lo nuevo no está en lo que se dice, sino en el acontecimiento de su entorno.
Creo que existe otro principio de enrarecimiento de un discurso. Se refiere al autor. Al autor no considerado como el individuo que habla, sino al autor como principio de agrupación de discurso, como unidad y origen de sus significaciones, como foco de su coherencia.
Sería necesario también reconocer en las disciplinas otro principio de limitación. Se oponen tanto al principio del comentario como del autor. En e interior de sus límites, cada disclina reconoce proposiciones verdaderas y falsas; pero rechaza, al otro lado de sus márgenes, teratología del saber. La disciplina es un principio de control del discurso. Ella le fija sus límites por el juego de una identidad que tiene la forma de una reactualización permanente de las reglas. Y es probable que no se pueda dar cuenta de su papel positivo y multiplicador, sino se toma en consideración su función restrictiva y coactiva.
Existe, creo, un tercer grupo de procedimientos que permite el control de los discursos. Se trata de determinar las condiciones de su utilización, de imponer a los individuos que lo dicen un cierto número de reglas y no permitir de esta forma el acceso a ellos, a todo el mundo. Enrarecimiento, esta vez, de los sujetos que hablan, nadie entrará en el orden del discurso sino satisface ciertas exigencias y si no está, de entrada, calificado para hacerlo. Más preciso: todas las regiones del discurso no están igualmente abiertas y penetrables. Algunas están altamente defendidas (diferenciadas y diferenciantes) mientras que otras aparecen casi abiertas a todos los vientos y se ponen sin restricción previa a disposición de cualquier sujeto que hable.
El intercambio y la comunicación son figuras positivas que juegan en el interior de sistemas complejos de restricción; y, sin duda, no sabrían funcionar independientemente de estos.  La forma más superficial y más visible de estos sistemas de restricción la constituye lo que se puede reagrupar bajo el nombre de ritual; el ritual define la cualificación que deben poseer los individuos que hablan, define los gestos, los comportamientos, las circunstancias, y todo el conjunto de signos que deben acompañar el discurso; los discursos no son disociables de esa puesta en escena de un ritual que determina a la vez para los sujetos que hablan las propiedades singulares y los papeles convencionales.
Un funcionamiento en parte diferente tienen las sociedades de discursos, cuyo cometido es conservar o producir discursos, pero para hacerlos circular en un espacio cerrado, según reglas estrictas y sin que los detentadores sean desposeídos de la función de distribución. Implicaba entrar en un grupo y en un secreto, que la recitación manifestaba pero no divulgaba.
A primera vista las doctrinas constituyen el inverso de una sociedad de discurso. Tiende a la difusión; y es por la aprehensión en común de un solo y mismo conjunto de discursos como individuos, tan numerosos como se quiera imaginar, definen su dependencia recíproca. Vincula a los individuos a cierto tipo de enunciación y como consecuencia les prohíbe cualquier otro. Pero se sirve de ciertos tipos de enunciación para vincular a los individuos entre ellos. La doctrina eectúa una doble sumisión: la de los sujetos que hablan a los discursos, y la de los discursos al grupo, cuando menos virtual, de los individuos que hablan.
Finalmente se hace necesario reconocer grandes hendiduras en lo que podría llamarse la adecuación social del discurso. La educación sigue en su distribución, las líneas que le vienen marcadas por las distancias, las oposiciones y las luchas sociales. Todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y los poderes que implican.
Digamos en pocas palabras que esos son los grandes procedimientos de sumisión del discurso ¿Qué es un sistema de enseñanza sino una ritualización del habla; sino una cualificación y una fijación de las funciones para los sujetos que hablan; sino la constitución de un grupo doctrinal cuando menos difuso; sino una distribución y una adecuación del discurso con sus poderes y saberes?
Parece que el pensamiento occidental haya velado para que en el discurso haya el menor espacio posible entre el pensamiento y el habla; parece que haya velado para que discurrir aparezca únicamente como una cierta aportación entre el pensar y el hablar; de esto resultaría un pensamiento revestido de sus signos y hecho visible por palabras, o inversamente, de eso resultarían las mismas estructuras de la lengua utilizadas y produciendo un efecto de sentido.
Esta antigua elisión de la realidad del discurso en el pensamiento filosófico ha tomado bastantes formas en el curso de la historia. Recientemente ha vuelto a aparecer bajo el aspecto de varios temas que nos resultan familiares.
Pudiera darse que el tema del sujeto fundador permitiese elidir la realidad del discurso. En su relación con el sentido, dispone signos, marcas, indicios, letras. Pero no tiene necesidad para manifestarlos de pasar por la instancia singular del discurso. Es él quien funda horizontes de significaciones que la historia no tendrá más que explicitar.
El tema de la experiencia originaria juega un papel análogo. Supone que antes de la posibilidad de cualquier cogito, significaciones previas, recorrían el mundo, lo disponían alrededor nuestro y daban acceso desde el comienzo a una especie de primitivo reconocimiento. Las cosas murmuran ya un sentido que nuestro leguaje no tiene más que hacer brotar; y este lenguaje, desde su más rudimentario proyecto, nos hablaba ya de un ser del que él como la nervadura.
El tema de la mediación universal es una forma de elidir la realidad del discurso. El discurso no es apenas más que la reverberación de una verdad naciendo ante sus propios ojos; y cuando todo puede finalmente tomar la forma del discurso, cuando todo puede decirse , es porque todas las cosas, habiendo manifestado e intercambiado sus sentidos, pueden volverse a la interioridad silenciosa de la conciencia de sí.
Bien sea pues en una filosofía del sujeto fundador, de la experiencia original, de la mediación universal, el discurso no es más que un juego, de escritura en el primer caso, de lectura en el segundo, de intercambio en el tercero. Y estos intercambios, lecturas, escrituras no ponen nunca nada más en juego que los signos. El discurso se anula así, en su realidad, sitándose en el orden del significante.
Hay en nuestra civilización una veneración del discurso, una logofilia. Todo pasa como si prohibiciones, barreras, umbrales, límites, se dispusieran de manera que domine, al menos en parte, la gran proliferación del discurso. Y si se quiere analizarlo (el temor por los discursos) en sus condiciones, en su juego, y sus efectos, es necesario, reducirse a tres decisiones a las cuales nuestro pensamiento, actualmente, se resiste un poco, y que corresponden a los tres grupos de funciones que acabo de evocar: poner en duda nuestra voluntad de verdad; restituir al discurso su carácter de acontecimiento, levantar finalmente la soberanía del significante.
Se pueden en seguida señalar ciertas exigencias de método que traen consigo. Primero un principio de trastrocamiento: se hace necesario reconocer el juego negativo de un corte y de un enrarecimiento del discurso. Un principio de discontinuidad: los discursos deben ser tratado como prácticas discontinuas que se cruzan, a veces se yuxtaponen, pero que también se ignoran o se excluyen. Un principio de especificidad: es necesario concebir el discurso como una  violencia que hacemos a las  cosas, como una práctica que les imponemos. Regla de exterioridad: partir del discurso, de su aparición y de su regularidad. Ir hacia sus condiciones externas de posibilidad, hacia lo que da motivo a la serie aleatoria de esos acontecimientos y que fija los límites.
Son cuatro nociones que deben servir de principio regulador en el análisis: la del acontecimiento, la condición posibilidad, la serie, la regularidad. Término a término se oponen: el acontecimiento a la creación, la serie a la unidad, la regularidad a la originalidad y la condición de posibilidad a la significación.
Si los discursos deben tratarse como conjuntos de acontecimientos discursivos ¿Qué estatuto darle a esta noción de acontecimiento que tan raramente fue tomada en consideración por los filósofos? Claro está que el acontecimiento no es ni una sustancia, ni accidente, ni calidad, ni proceso; el acontecimiento no pertenece al orden de los cuerpos. Y sin embargo no es inmaterial; es a nivel de la materialidad cómo cobra siempre efecto y, como es efecto, tiene su sitio, y consiste en la relación, la coexistencia, la dispersión, la intersección, la acumulación, la selección de elementos materiales; no es el acto ni la propiedad del cuerpo; se produce como efecto de y en una dispersión material. Digamos que la filosofía del acontecimiento debería avanzar en la dirección paradójica, a primera vista, de un materialismo de lo incorporal.
Si los acontecimientos discursivos deben tratarse según series homogéneas, pero discontinuas unas con relación a otras ¿Qué estatuto es necesario dar a ese discontinuo? Se trata de cesuras que rompen el instante y dispersan el sujeto en una pluralidad de posibles posiciones y funciones. Una discontinuidad tal que golpetea e invalida las menores unidades tradicionalmente reconocidas o al menos fácilmente puestas en duda: el instante y el sujeto. Es necesario elaborar una teoría de las sistematicidades discontinuas. Finalmente si es verdad que esas series dicursivas y discontinuas tienen, entre ciertos límites, su regularidad, sin duda ya no es posible establecer, entre los elementos que las constituyen, vínculos de causalidad mecánica o de necesidad ideal. Es necesario aceptar la introducción del azar como categoría en la producción de los acontecimientos.
De modo que el diminuto desfase que se pretende utilizar en la historia de las ideas y que consiste en tratar, no las representaciones que puede haber detrás de los discursos, sino los discursos como series regulares y distintas de acontecimientos, este diminuto desfase, temo reconocer en él algo así como una pequeña maquinaria quee permite introducir en la misma raíz del pensamiento, el azar, el discontinuo y la materialidad. Triple peligo que una cierta forma de historia pretende conjurar refiriendo el desarrollo continuo de una necesidad ideal. Tres nociones que deberían permitir vincular a la práctica de los historiadores, la historia de los sistemas de pensamiento. Tres direcciones que deberá seguir el trabajo de elaboración teórica.
Los análisis que me propongo hacer se disponen según dos conjuntos. El crítico, que utiliza el principio de trastocamiento, pretende acercar las formas de exclusión, de delimitación, de apropiación; muestra cómo se han formado, para responder a qué necesidades, cómo se han modificado y desplazado, que coacción han ejercido efectivamente, en qué medida se han alterado. Por otra parte, el conjunto genealógico que utiliza los otros tres principios: cómo se han formado, por medio, a pesar o con el apoyo de esos sistemas de coacción, de las series de los discursos; cuál ha sido la norma específica de cada una, y cuáles sus condiciones de aparición, de crecimiento, de variación.