viernes, 12 de julio de 2013

Derrida, J.: “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, en La Escritura y la Diferencia.



10. LA ESTRUCTURA, EL SIGNO Y EL JUEGO EN EL DISCURSO DE LA CIENCIAS HUMANAS
Se ha producido un acontecimiento en el concepto de estructura. Se trata de una ruptura o un redoblamiento.
La estructura siempre ha estado reducida, siempre neutralizada: mediante un gesto consistente en darle un centro, en referirla a un punto de presencia, a un origen fijo. Este centro era principio organizador con la función de orientar y equilibrar la estructura. En cuanto centro es el punto donde ya no es posible la sustitución de los contenidos, de los elementos, de los términos. En él, la permutación de los elementos está prohibida. Rigiendo la estructura, escapa a la estructuralidad, está dentro de la estructura y fuera de la estructura.
El concepto de la estructura centrada es el concepto de un juego fundado, constituido a partir de una inmovilidad fundadora y de una certeza tranquilizadora, que por su parte se sustrae al juego. A partir de esa certidumbre  se puede dominar la angustia, que surge siempre de una determinada manera de estar implicado en el juego, de existir como estando desde el principio dentro del juego.
Toda la historia del concepto de estructura previa al acontecimiento debe pensarse como una serie de sustituciones de centro a centro, un encadenamiento de determinaciones del centro. Su forma matriz sería la determinación del ser como presencia en todos los sentidos de esa palabra.
La ruptura-acontecimiento del que habla Derrida tiene que ver con que la estructuralidad de la estructura ha tenido que ser pensada y repensada repetidas veces. Como una presencia central que no ha sido nunca ella misma, que ya desde siempre ha estado deportada fuera de sí en su sustituto. El sustituto no sustituye nada que le haya preexistido. A partir de ahí, indudablemente se ha tenido que empezar a pensar que no había centro, que el centro no podía pensarse en la forma de un ente presente, que el centro no tenía lugar natural, que no era un lugar fijo sino una función. Una especie de no-lugar en el que se representaban sustituciones de signos hasta el infinito. Este es entones el momento en que, en ausencia de centro o de origen, todo se convierte en discurso, es decir, un sistema en el que el significado central, originario o trascendental no está nunca absolutamente presente fuera de un sistema de diferencias. La ausencia de significado trascendental extiende hasta el infinito el campo y el juego de la significación.
¿Dónde y cómo se produce este descentramiento como pensamiento de la estructuralidad de la estructura?
Como nombre propio representante de esta producción Derrida destaca a Nietzsche. Aunque considera que estas ideas forman parte de la totalidad de una época, la nuestra, y que ya desde siempre han comenzado a pensarse y  a trabajar.  
La crítica nietzscheana de la metafísica, de los conceptos de ser y de verdad, que vienen a ser sustituidos por los conceptos de juego, de interpretación y de signo (de signo sin verdad presente); la crítica freudiana, la destrucción heideggeriana: todos estos discursos destructores y todos sus análogos están atrapados en una especie de círculo. No tiene ningún sentido prescindir de de los conceptos de la metafísica para hacer estremecer a la metafísica; no disponemos de ningún lenguaje que sea ajeno a esta historia.
Es con la ayuda del concepto de signo como se hace estremecer la metafísica de la presencia. Si se borra  la diferencia radical entre significante y significado, es la palabra misma significante la que habría que abandonar como concepto metafísico. El concepto signo no puede por sí mismo superar la oposición entre lo sensible y lo inteligible. El concepto de signo solo ha podido vivir de esa oposición y de su sistema.
No podemos deshacernos de este concepto. No podemos renunciar a esta complicidad metafísica sin renunciar al mismo tiempo al trabajo crítico que dirigimos contra ella.
Hay dos maneras heterogéneas de borrar la diferencia entre significante y significado: una, la clásica, consiste en reducir o en derivar el significante, es decir, finalmente en someter el signo al pensamiento; otra, la que dirigimos aquí contra la anterior, consiste en poner en cuestión el sistema en el que funcionaba la reducción anterior: y en primer lugar la oposición entre lo sensible y lo inteligible. Pues la paradoja está en que la reducción metafísica del signo tenía la necesidad de la oposición que ella misma reducía. La oposición forma sistema con la reducción.
En Lévi-Strauss sólo hay escándalo frente a la prohibición del incesto en el interior de un sistema de conceptos que preste crédito a la diferencia entre naturaleza y cultura.
El lenguaje lleva en sí mismo la necesidad de su propia crítica. Esta crítica puede llevarse a cabo de acuerdo con  dos vías o dos estilos. El primero, el cuestionamiento sistemático e histórico de los conceptos fundantes de la filosofía. Esta es la manera más audaz de dar un paso fuera de la filosofía. La segunda elección consistiría, en conservar, denunciando aquí y allá sus límites, todos esos viejos conceptos: como instrumentos que pueden servir todavía. No se les presenta ya ningún valor de verdad, ni ninguna significación rigurosa, se estaría dispuestos a abandonarlos ocasionalmente si aparecen más cómodos otros instrumentos. Mientras tanto se explota su eficacia relativa y se los utiliza para destruir la antigua máquina a la que aquellos pertenecen y de la que ellos mismos son piezas. Es así como se critica el lenguaje de las ciencias humanas. Lévi-Strauss piensa así poder separar el método de la verdad, los instrumentos del método y las significaciones objetivas enfocadas por el medio. Él se mantendrá siempre fiel a esa doble intención: conservar como instrumento aquello cuyo valor de verdad critica.
El bricoleur es aquel que utiliza los medios de abordo. Los que encuentra a su disposición alrededor suyo, que no habían sido concebidos originalmente para la operación para la que se hace que sirvan. Hay pues una crítica del lenguaje bricolage e incluso se ha podido decir que el bricolage era el lenguaje crítico mismo, singularmente el de la crítica literaria:
Si se llama Bricolage a la necesidad de tomar prestados los propios conceptos del texto de una herencia más o menos coherente o arruinada, se debe decir que todo discurso es bricoleur.
El ingeniero origen y constructor de su propio lenguaje, sintaxis y léxico, es un mito, el creador del verbo. Un mito producido por el bricoleur.
Las mitológicas son el momento en el mito reflexiona sobre sí y se critica a sí mismo. Aquí es donde vuelve a encontrarse la virtud mitopoética del Bricolage. Lo que se muestra más seductor en esta búsqueda crítica de un nuevo estatuto del discurso es el abandono declarado de toda referencia a un centro, a un sujeto, a una referencia privilegiada, aun origen, o a una arquía absoluta.
Derrida señala algunos puntos sobre el descentramiento presentes en Lévis Strauss.
  1. El interés del mito de referencia (mito bororo) proviene de su carácter irregular en el seno de un grupo.
  2. No hay unidad o fuente absoluta del mito. Todo empieza con la estructura, la configuración o la relación. El discurso sobre esa estructura a-céntrica que es el mito no puede tener a su vez él miso ni sujeto ni centro absolutos. Hay que renunciar a al discurso científico o filosófico, a la episteme. El discurso mitológico debe ser él mismo mitomorfo. Debe tener la forma de aquello de lo que habla.
Por una parte el estructuralismo se ofrece, justificadamente, como la crítica misma del empirismo. Pero al mismo tiempo no hay libro o estudio de Lévi-Strauss que no se proponga como un ensayo empírico que otras informaciones podrán en cualquier caso llegar a completar o refutar. Los esquemas estructurales se proponen siempre como hipótesis que proceden de una cantidad finita de información y a las que se somete a la prueba de la experiencia. Numerosos textos podrán demostrar este postulado.
A la totalización se la define tan pronto como inútil, tan pronto como imposible. La totalización puede juzgarse imposible en el sentido clásico: se evoca entonces el esfuerzo empírico de un sujeto o de un discurso finito que se sofoca en vano en pos de la riqueza infinita que no podrá dominar jamás. Pero se puede determinar de otra manera la no-totalización: no ya bajo el concepto de finitud como asignación a la empericidad sino bajo el concepto de juego. Si la totalización ya no tiene entonces sentido, no es porque la infinitud de un campo no pueda cubrirse por medio de la mirada o de un discurso finitos, sino porque la naturaleza del campo (el lenguaje, y un lenguaje finito) excluye la totalización: este campo es, en efecto, el de un juego, es decir, de sustituciones infinitas en la clausura de un conjunto finito. Ese campo tan solo permite tales sustituciones infinitas porque es finito, es decir, porque en lugar de ser un campo inagotable, como en la hipótesis clásica, en lugar de ser demasiado grande, le falta algo, a saber, un centro que detenga y funde el juego de las sustituciones. Se podría decir que ese movimiento del juego, permitido por la falta o por la ausencia de centro de origen es el movimiento de la suplementariedad. No se puede determinar el centro y agotar la totalización puesto que el signo que reemplaza al centro, que lo suple, que ocupa su lugar en su ausencia, ese signo se añade, viene por añadidura como suplemento. El movimiento de la significación añade algo, es lo que hace que haya siempre más, pero esa adición es flotante porque viene a ejercer una función vicaria, a suplir una falta por el lado del significado.
La sobreabundancia del significante, su carácter suplementario, depende, pues, de una finitud, es decir, de una falta que debe ser suplida.